Decía yo recientemente que la seducción requiere tiempo, lo mismo que el amor. Ahora resulta que, en una de esas ironías de la vida, cuando una vive con el hombre que ama… ya no tiene tiempo para amarlo.
Porque cuando una pareja se junta, y hay un niño, en vez de que los tórtolos se empiernen en la cama a ver cómo avanza la mañana, en vez de bañarse juntos o tumbarse a oír música, lo que hacen no bien sale el sol es correr a vestirse y a preparar el desayuno mientras el niño hace berrinche porque no quiere ir a la escuela ni ponerse el uniforme, para seguir con ese ritmo frenético hasta que llega la noche.
Alerta sísmica otra vez. De vez en cuando urge huir de la vida real, de la agenda, de las responsabilidades adultas, depositar al pequeño tirano en casa de su abuela para el fin de semana y largarse sin mirar atrás. Por eso mi marido y yo nos fuimos hace poco a un hotelito en Cuautla que es uno de mis favoritos, aunque no guardaba de mi última estancia tan buenos recuerdos.
Había ido hace años, con otro hombre, pero mi amorcito tuvo la madurez de no preguntar, porque ha vivido más que yo y a estas alturas es obvio que muchas cosas uno ya las hizo con otra persona antes. Tal vez le hubiera chocado saberlo, como a mí me choca subirme a su auto y saber que lo compró con otra en tiempos felices que no fueron conmigo. Que tal vez ella eligió el color, que se tomaban de la mano mientras decidían el tipo de vestiduras. Y como a mí me ha costado superar el odio a su coche, me alegró que él no se interesara por los antecedentes y no llegara a nuestro fin de semana con odio a nuestro hotel. Porque así nos relacionamos las personas con los lugares y las cosas, como si quedaran marcados por lo que ocurrió en ellos en el pasado, como si tuvieran la culpa de haber tenido algún sentido previo a nosotros.
En efecto, el hotel de Cuautla estaba igualito, los árboles seguían en su lugar, las habitaciones eran igual de acogedoras y el clima igual de frío. La comida era mejor y el silencio era idéntico al de hace años, pero la experiencia fue completamente distinta porque mi hombre de ahora y ese de hace años son incomparables, y porque la vez pasada fue de desencuentros, de soledad acompañada, de reproches, y esta vez fue la luna de miel que mi marido y yo no habíamos tenido nunca, el fluir de las horas y los minutos sin aspereza alguna, la tranquilidad y la cercanía.
Por si fuera poco, hicimos algo no sólo distinto, sino completamente nuevo: entrar a un temazcal. Ya saben quienes me conocen que soy una furibunda atea y que no creo ni en religiones, ni en médicos brujos, ni en experiencias místicas, ni en astrologías ni en cábalas ni en lecturas del iris ni demás cosas que me resultan meras jaladas. Pero con mi amado, no sé bien por qué, me adentré en el temazcal junto con dos mujeres más, nuestras masajistas. Y con él me encontré cantándole al agua, al viento, a la tierra y al fuego, pidiéndoles cosas y agradeciéndoles cosas, y llorando en silencio como Magdalena, en la oscuridad más profunda, de principio a fin de la ceremonia.
Sobre todo al final, cuando nos hicieron acostarnos sobre sendos petates e imaginar que de nuestro ombligo salía un cordón que nos unía con el subsuelo, atravesando la tierra, para conectarnos con el planeta… Acabábamos de ver Avatar, y no pude menos que imaginarme tirada a los pies del árbol de las almas, escuchándolo hablar. Luego mi amor y yo nos abrazamos y yo sentí como si nos acabáramos de casar. Sí, lo sé, para ser una cínica, soy muy sentimental.
Pero estábamos en que los lugares y las cosas pueden conservarse idénticos, pero al pasar del tiempo cambian con nosotros. No tienen significado por sí mismos, son significantes vacíos a los que nosotros damos sentido. Igual que pasa con los libros entrañables que leímos en la adolescencia (Demian, El Lobo Estepario), que ahora nos resultarían obvios, inocentes, predecibles, pero que en aquel momento nos deslumbraron y nos mostraron un mundo y una forma distinta de vivir.
Porque junto con nosotros cambia eso que se llama el horizonte de interpretación, el lugar mental en el que estamos parados y a partir del cual miramos e interpretamos el mundo. El lugar del asombro cuando tienes cuatro años y dices «Mami, ¡en toda mi vida no había visto algo como esto!» El lugar revisitado de cuando tienes cuatro décadas y todavía puedes asombrarte de tu asombro.
Columna, Mónica Braun, Los lugares y las cosas, Chilango 76, marzo 2010.