por Siobhan Guerrero / Foto: María Monroy
Pensar en los niños
El pasado 27 de agosto la Ciudad de México amaneció con la sorpresa de que la Jefa de Gobierno formalizaba vía decreto la posibilidad de que lxs adolescentes trans de entre 12 y 18 años pudieran acceder al reconocimiento de su identidad a través de un mero trámite administrativo. Como era de esperarse, las redes sociales respondieron con una multitud de reacciones entre las cuales caben destacarse aquellas que, de manera inexorable, nos harán pensar en aquel memorable episodio de Los Simpson en el cual Helena Alegría grita eufóricamente “¡Alguien por favor quiere pensar en los niños!”.
Han pasado ya muchos años desde aquel lejano 1996 en el cual se inmortalizó aquella frase. Y, sin embargo, el pánico que puede desatarse cuando hablamos de infancias y adolescencias sexogenéricamente diversas sigue vigente. En cierto sentido esto no es una sorpresa pues para muchos de nosotrxs el interés y bienestar de estas jóvenes personas no es poca cosa. De lo anterior se sigue que en cualquier debate que tenga por eje el cuidado y acompañamiento de las infancias y adolescencias van a darse acaloradas y muy intensas discusiones. Desde luego, ello era totalmente esperable pues dirimir qué implica el salvaguardar dicho bienestar no es cosa trivial.
Esto es especialmente cierto cuando nos enfocamos en los temas de la sexualidad y el género, pues para muchos adultos la mera idea de que puedan existir personas menores de 18 años que sean LGBTI+ resulta francamente absurda, cuando no inaceptable. Pero, como cualquier persona gay, lesbiana, bisexual, trans o intersex puede corroborar, hay sin duda infancias y adolescencias LGBTI+, y si podemos afirmarlo con tanta convicción es precisamente porque ya desde niñxs reconocíamos, aunque a veces sin tener las palabras adecuadas, que nuestras vivencias y sentimientos no eran como las del resto.
Voces silenciadas
Tristemente, la sociedad despliega ante aquellos testimonios en los cuales las personas menores de 18 años comunican su diferencia una serie de respuestas que conducen de facto al silenciamiento de las voces de estxs niñxs y adolescentes. En ocasiones, el silenciamiento es literal pues lxs adultxs simplemente ignoran los testimonios de estas jóvenes personas o los descalifican como algo carente de sentido o, peor, los censuran, ya sea a través de la amenaza de violencia verbal o física. En otras más, esto ocurre porque las personas menores de 18 años simplemente carecen de las herramientas interpretativas para poder expresar no únicamente sus identidades sexuales sino sus propias opiniones ante el conjunto de reacciones que sus entornos dan a muchas de sus conductas; es así que para muchxs niñxs y adolescentes resulta difícil reconocer que lo que viven es una mezcla de intolerancia, discriminación y condescendencia. Cabe decir en este punto que la importancia de una educación sexual integral resulta central precisamente porque permite a las infancias y adolescencias el poder expresar tanto sus identidades como los desafíos que enfrentan; de allí que prohibir o condicionar su enseñanza, como piden los defensores del así llamado PIN parental, resulte tan nocivo para el ejercicio de los derechos de nuestrxs niñxs y adolescentes.
En cualquier caso, es a este conjunto de injusticias que llevan al desconocimiento de las voces de las personas menores de 18 años a lo que solemos calificar con el mote de adultrocentrismo. En el corazón de este fenómeno podemos identificar un presupuesto que vale la pena explicitar. Me refiero de este modo al hecho de que suele pensarse que lxs niñxs y adolescentes son aún sujetos inacabados y en construcción y, por ende, capaces todavía de cambiar muy profundamente; lo anterior, como veremos más adelante, ha tenido consecuencias muy desafortunadas a lo largo del último siglo y medio.
Sujetos inacabados y la tentación de corregir aquello que no está roto
Para elaborar la idea de que lxs niñxs y adolescentes son sujetos inacabados quisiera traer a cuenta el trabajo de la historiadora Jules Gill-Peterson, autora del libro Histories of the Transgender Child, en el cual nos narra la forma en la cual fueron tratadas las infancias y adolescencias trans en los Estados Unidos del siglo XX. Si bien éste es un libro centrado en este tópico, hay también pasajes que describen la actitud hacia las personas intersex y, desde luego, hacia las orientaciones sexuales no heterosexuales. Un elemento común que nos presenta esta historiadora radica en cómo las infancias y adolescencias han sido asociadas con la idea de un cuerpo que es todavía sumamente plástico y que, por ende, puede todavía ser modificado. Esta noción –la idea de que el cuerpo joven es plástico– está muy viva en nuestro presente y suele tener connotaciones positivas; esto lo vemos en las muy numerosas apps que nuestros teléfonos nos ofrecen y que buscan mantener a nuestros cerebros “jóvenes” al mantenerlos “plásticos”, esto es, adaptables a nuevas circunstancias en las cuales son capaces de cambiar su funcionamiento para irse gradualmente optimizando.
Hay, sin embargo, una historia un tanto más lúgubre de la plasticidad y justo de eso va el libro de esta autora. Para empezar, la idea de que los cuerpos (y las mentes) de las infancias que se presentaban como LGBTI+ eran plásticos fue la que hizo posible el concebir que podían y debían ser intervenidas para intentar corregirlas y “reconducirlas” al sendero de las identidades cisgénero y heterosexuales con cuerpos que además fueran claramente dimórficos. Esta última tesis fue justamente la que licenció a una misma vez las intervenciones sobre las infancias intersex y las ahora llamadas “terapias reparativas” –o ECOSIG, esfuerzos encaminados a corregir la orientación sexual o la identidad de género, como les decimos ahora–, pues en ambos casos se asumía que un cuerpo (y una mente) joven estaba todavía inacabado y era por ende proclive a ser intervenido. Lo que mostró el siglo XX fue una innumerable cantidad de ejemplos en los cuales a través de técnicas psiquiátricas, psicológicas, psicoanalíticas, endocrinológicas o quirúrgicas se intervinieron los cuerpos de lxs niñxs y adolescentes LGBTI+, intentando con ello eliminar toda evidencia de que la condición sexuada humana exhibe una inmensa variación.
La propia Gill-Peterson ilustra lo que he descrito al narrar numerosos casos de personas menores de 18 años cuyos cuerpos y mentes fueron violentados por discursos cis-heterosexistas y binaristas. Por ejemplo, narra la historia de una joven adolescente trans afroamericana que por el hecho de ser una persona racializada y trans tuvo que pasar prácticamente tres lustros en un hospital psiquiátrico, pues su identidad de género fue leída como un claro ejemplo de esquizofrenia. No fue sino hasta que una médica trans revisó su expediente que dicha mujer pudo recuperar su propia vida.
Historias de terror como éstas hay muchas. Gill-Peterson describe cómo incluso antes de los años 1950 era ya común el llevar a cabo cirugías sobre las infancias intersex sin siquiera preguntarles si deseaban ser objeto de tales intervenciones. Quizás el momento más angustiante del libro de esta autora consiste justamente en el testimonio de un niño intersex cuyos cromosomas eran XX. Cuando los médicos descubrieron este último dato no tuvieron empacho en modificar su genitalidad e indicarles a sus padres que debían criarlo como a una niña. La respuesta de este niño, recuperada por esta historiadora al revisar su expediente médico, es desgarradora. El pequeño en cuestión no deja de gritar que “le han cortado su pipí”. Los médicos, sin embargo, no atienden a esta respuesta como un reclamo y lo consideran simplemente un berrinche de un niño al que no dudan de calificar como un potencial enfermo mental.
Narro todo esto porque dichas historias están lejos de haberse vuelto un recuerdo doloroso que ya no tiene vigencia. Por el contrario, como nos narra lx antropólogx Tey Meadow en su libro Trans Kids, los padres de hoy todavía medicalizan sin empacho alguno a sus hijxs cuando éstxs no exhiben las conductas esperadas por sus progenitores. Habita un curioso presente, nos dice estx autorx, en que los padres desean fuertemente que sus hijxs sean cis-heterosexuales y endosex y, cuando esto no pasa, se apuesta por una suerte de jerarquía de lo que les resulta menos indeseable. Si no ha de ser cis-heterosexual, pareciera entonces que lo mejor es que sea cisgénero, y si no es cisgénero, entonces que de menos sea heterosexual.
Pareciera pues que los espectros de las jerarquías medievales nos asedian. Hemos construido un presente en el cual nuestras infancias son jerarquizadas en una escala natura sexo-genérica. Lo más triste y descorazonador es que a este ordenamiento lo sostiene el cariño pero lo que produce es dolor y exclusión. Y así no estamos creando mundos mejores para todxs nuestrxs niñxs. Así tampoco estamos prestando atención a las necesidades de estas jóvenes personas. Y justamente por eso, dichas infancias y adolescencias se ven obligadas a volverse agentes políticos a edades muy tempranas.
Tránsitos adolescentes o devenir activista a los 15
El paso del tiempo tiene la muy curiosa costumbre de colocarnos en lugares o dinámicas en las que sin duda no esperábamos estar. Hoy, por ejemplo, me encuentro sintiéndome como una suerte de tía orgullosa de toda una generación de jóvenes voces trans que están irrumpiendo en el espacio público pidiendo que su voz sea escuchada. Algunos de estos jóvenes ya se han estrenado como adultos, a lxs que, dicho sea de paso, admiro y quiero profundamente.
Una de estas personas es Luis Tirado Morales. Luis es un joven trans de 18 años radicado en la Ciudad de México y es quizás uno de los rostros más conocidos en la lucha por el reconocimiento de las infancias y adolescencias trans; es también una de esas pocas personas a las que les toca conocer mi faceta más melosa, que en ocasiones casi incluye memes de piolines optimistas. Dejando de lado este cómico detalle, cuando fui invitada a escribir este texto sobre infancias y adolescencias LGBTI+ supe que una parte fundamental de dicho texto tenía que consistir en una apuesta por recuperar las reflexiones y pensamientos de alguien como Luis, esto es, de alguien a quien le tocó vivir en primera persona el desafío de enunciarse públicamente como una adolescencia trans.
Le pedí por ello mismo que me concediera una entrevista, y las líneas que siguen buscan describir algunas de las muchas ideas que generosamente me compartió. Comienzo señalando que a Luis lo quiero y lo admiro por su profunda calidad humana y su muy temprana elocuencia y claridad. Luis ha escogido ser visible y, en ese sentido, se convirtió en un activista por los derechos de las personas trans (en especial infancias y adolescencias) mucho antes de ser un adulto.
Él mismo reconoce que ésta fue una decisión consciente y que quizás hubiera sido más sencillo llevar una vida privada tras haber corregido sus documentos de identidad; habría sido fácil no revelarle al mundo que era trans, pues una transición en la infancia o en la adolescencia puede hacer posible la construcción de una biografía entera en la que nada refleja el haber transitado. Sin embargo, Luis me comparte que tras haber visto la enorme generosidad y cariño de centenares de personas, tanto trans como cis, que lucharon para que él pudiera vivirse abiertamente como un joven trans, él mismo tomó la decisión de sumarse a este movimiento e impulsar el que otras infancias y adolescencias trans pudieran vivirse con el reconocimiento que él ahora tenía.
De este modo es como él y su mamá –Tania Morales– han echado a andar una pequeña revolución en nuestro país y es gracias a ellxs –y a toda una enorme red de familias como la suya– que en México se empieza a reconocer que hay niñxs y adolescentes trans y que, contrario a lo que podría parecer, las personas trans no somos clones de Palas Atenea, pues ni nacimos ya siendo adultas ni vivimos infancias y adolescencias en las que nuestras identidades sexogenéricas nos estaban ocultas. Contrario a lo que suponen esas buenas conciencias adultocéntricas, las personas LGBTI+ tenemos biografías que incluyen el habernos vivido como niñxs y, posteriormente, como adolescentes sabiéndonos en muchos casos distintxs a nuestrxs compañerxs. Quizás hubo momentos en los cuales las palabras no estaban pero sí la claridad de una diferencia que buscábamos expresar.
Desafortunadamente, este hecho suele ser anulado, y ello de múltiples formas. El propio Luis me comparte cómo su familia llegó a ser señalada de cómplice de abuso; esto fue particularmente claro en las críticas que recibía sobre todo su madre, a la cual acusaban de estar violentando a su hijo. A Luis no se le escapa el tono misógino que acompañaba a estos señalamientos, que no solamente suponían que era la tarea de la madre el educar correctamente a lxs hijxs, sino que, si éstxs resultaban trans, ello era también una falla atribuible a la mamá.
Al contarme esto, Luis me narra cómo tanto él como su familia tuvieron que volverse activistas. Él, por ejemplo, salió del clóset por primera vez con tan solo 13 años. Si bien su familia supo escuchar y se volvió una red de apoyo, hubo otras personas en su entorno que respondieron con incredulidad y abierto rechazo a la posibilidad de que una persona de 13 años pueda saberse trans. Eso le obligó a tener que aprender a interpelar a los adultos y a politizar las lógicas mismas de lo que implica cuidar y acompañar a un adolescente. A la larga, lo anterior le llevó a incidir en otros espacios como la escuela y, eventualmente, la política, representando de este modo a toda una cohorte de adolescencias trans.
La ironía, como él también me cuenta, es que el adultocentrismo primero silencia e invalida la voz de las adolescencias trans afirmando que es una etapa, están confundidos o son muy jóvenes para realmente comprender qué están diciendo. Pero cuando personas como él se vuelven adolescentes activistas capaces de rebatir estos prejuicios, la narrativa cambia y entonces comienzan a reconocerle su estatus como agente ético, epistémico y político, mas no para admitir que voces como la de él existan. Lo que ocurre, me dice, es que desde que tenía 17 años el reconocimiento de su agencia vino de la mano de acusaciones de que ahora él mismo era un victimario, alguien que perversamente deseaba dañar a infancias y adolescencias más jóvenes que él.
Así pues, el adultocentrismo hace alianza con la transfobia para, primero, silenciar a estas jóvenes personas. Pero cuando ellas irrumpen en el espacio público con voz propia, entonces las recataloga y deja de mirarlas como víctimas para posicionarlas como nuevos victimarios. Luis, como he dicho, se dio cuenta de esto teniendo tan solo 17 años. Me comparte que es algo triste que los adolescentes tengan que volverse activistas por culpa de esas mismas voces que, por un lado, dicen que no hay que imponerles nada a lxs niñxs –mientras les imponen el cis-heterosexismo– y, por otro lado, sostienen que las infancias y adolescencias deberían simplemente disfrutar ese periodo de sus vidas sin tener que confrontarse con la complejidad política del mundo. Para Luis es claro que si las infancias y adolescencias trans no pueden hacer lo segundo, es decir, vivirse libres y felices sin tener que politizar su vida a tan temprana edad, ello se debe a lo primero, a la extraña combinación de un cis-heterosexismo impuesto que, paradójicamente, nunca es reconocido como imposición.
Lo escucho y entiendo perfectamente lo que me está diciendo. Lo que me temo es que el grueso de la sociedad aún no está lista para aquilatar sus puntos de vista. Nos queda, en este sentido, una deuda para con esta gran generación de niñxs y adolescentes trans. Su enorme visibilidad puede ayudarnos a cambiar la sociedad pero también puede exponerles a numerosas violencias si, en el proceso, no desmontamos el binarismo, la transfobia y esta terrible tentación autoritaria de intervenir en la vida de estas personas pensando que hay algo fallido en ellas que debe ser corregido.
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