“Los mercados de la ciudad de México son crisoles humanos en los que la vida urbana se modela”, afirma el historiador Serge Gruzinski en su libro La ciudad de México, una historia. Su reflexión me lleva a recordar el video en internet donde una exaltada puberta suplica a su madre que la deje ir al tianguis porque quiere ir “a pensar cosas”.

QUIERO IR AL TIANGUIS A PENSAR COSAS

Pobre niña: sufre mucho porque, igual que todos nosotros, ama los tianguis. Definitivamente nos gusta ir a ellos a pensar pero también para sentir esa exquisita libertad que brinda el beberte una cerveza en el espacio público sin que te lleve la policía, o esa satisfactoria sensación de sentirte ganador porque le regateaste 50 pesos al puestero que te vendió esa blusa y muy ufano crees haber hecho el negocio de tu vida.

En los tianguis pasan cosas que uno no siempre planea. Tienen ese carácter de azar que los hace fascinantes e incluso surrealistas.

Uno va al tianguis a pescar, un tanto a la deriva, sin una idea clara de lo que comprará. “Capaz que me encuentro algo bueno, tal vez una ganga, igual unas miches, a ver qué me armo con estos mil varitos”.

En los tianguis también se hace amistad. Con el de las miches, con la de la cochinita pibil o con tu dealer de ropa vintage, que con franca honestidad te dice cuando algo no va con tu look o cuando esa chamarra no te va a cerrar y que mejor ni lo intentes. Yo conocí a uno de mis mejores amigos en un tianguis, vendiéndole ropa.

El Perrito, como lo llamamos afectivamente, tenía una máxima: “La piratería no solo divierte, también da de comer”. Del tianguis depende la economía de millones de familias, y eso el Perro lo sabía bien. Era de Ecatepec, donde hay harto tianguis.

TODO EMPEZÓ EN UN TIANGUIS

En los orígenes de toda civilización la distinción entre nomadismo y sedentarismo ha marcado la pauta entre quienes “se asientan y construyen” ciudad y quienes, “dedicados al andar”, recorren el espacio cruzando territorios y llevando consigo todo tipo de encomiendas, desde cargar al santo hasta llevarle el pescado al rey.

Los nómadas decidieron tomar el camino largo y a la postre se convirtieron en comerciantes y emisarios. Continuaron en su andar llevando mercancías de una latitud a otra, promoviendo el intercambio de sabores, saberes, noticias y enfermedades.

Me gusta pensar que fue un tianguis el punto perfecto donde nómadas y sedentarios se encontraban en igualdad, más allá de quiénes eran o cómo vivían. En ese espacio de intercambio material fue donde tal vez nacieron algunas de las cosas que hoy mueven al mundo, como el mercado financiero, la comida callejera, la publicidad y la especulación urbana.

De Marchante a Marchante: Una expo de foto sobre los mercados y tianguis chilangos

EL LARGO TIANGUIS DE LOS 500 AÑOS

El origen de los tianguis en la Ciudad de México probablemente obedece a este principio: el fortuito encuentro entre nómadas y sedentarios para el intercambio justo entre objetos y alimentos, donde la necesidad y el hambre dieron origen al trueque y a las primeras formas de intercambio comercial.

En el mundo mesoamericano los tianguis (tiyānquiztli en náhuatl) tuvieron un papel fundamental en los procesos de intercambio cultural y comercial entre las distintas regiones. El tianguis de Tlatelolco se menciona en la historia como el más grande y organizado de la región, sin duda el pentabuelo de la actual Central de Abastos.

La tercera actividad turística más recurrente en la CDMX, después de visitar museos y monumentos históricos, es asistir al tianguis o mercado local. Ahí es donde se cocina la mejor compra de tu vida o la venganza de Moctezuma.

Cuando Cortés y sus huestes arribaron a la meseta del Anáhuac, es muy probable que una de las primeras cosas que hicieron en su tiempo libre fue visitar el tianguis de Tlatelolco. Lo poco o mucho que sabemos sobre este gran mercado lo hemos recuperado del testimonio directo de Hernán Cortés y Bernal Diaz del Castillo y del asombro sin disimulo que su testimonio proyecta. Los conquistadores son conquistados por los aromas, colores y formas que aparecen a cada paso.

“Finalmente, que en los dichos mercados se venden todas cuantas cosas se hallan en toda la tierra, que demás de las que he dicho, son tantas y de tantas calidades, que por la prolijidad y por no me ocurrir tantas a la memoria, y aun por no saber poner los nombres, no las expreso” (Hernán Cortés. Cartas y documentos, México, Porrúa, 1963 [1678])

“Ya querría haber acabado de decir todas las cosas que allí se vendían, porque eran tantas y de tan diversas calidades que para que lo acabáramos de ver e inquirir era necesario más espacio; que, como la gran plaza estaba llena de tanta gente y toda cercada de portales, que en un día no se podía ver todo” (Bernal Diaz del Castillo. Historia verdadera de la conquista de la Nueva España, México, Patria, 1983 [1632].)

CRÓNICAS DEL ORIGEN

Según lo que cuentan estos señores, en el mercado se comerciaban las cosas de manera ordenada, ya que la organización de mercancías se daba por calles y además existía un consejo de notables y unos custodios que cuidaban que todo el intercambio se realizara de forma justa y resolvían altercados o diferencias entre vendedores y compradores. Mencionan el uso del cacao como moneda y el trueque como forma preponderante de intercambio.

“Venden conejos, liebres, venados, y perros pequeños que crían para comer, castrados. Hay calle de herbolarios, donde hay todas las raíces y hierbas medicinales que en la tierra se hallan. Hay casas como de boticarios donde se venden las medicinas hechas” (Hernán Cortés).

Por supuesto que Cortés y don Bernal hablan de comida, como turistas vueltos locos en el mercado de pescados de Tsukiji de Tokyo, y describen la oferta culinaria que hoy sonaría posible solo en el mercado de carnes exóticas de San Juan. Fondas, farmacias, baños públicos y una oferta gastronómica que nos hace pensar que en la Ciudad de México siempre ha habido taco barato, de perro y de gato. A más de uno nos gustaría saber si la venganza de Moctezuma pegó duro a estos canijos.

“Tenían por costumbre que en todos los caminos, que tenían hechos de cañas o paja o yerbas porque no los viesen los que pasasen por ellos, y allí se metían si tenían ganas de purgar los vientres porque no se les perdiese aquella suciedad. […] Todo estaba a una parte de la plaza en su lugar señalado; y cueros de tigres, de leones y de nutrias, y de venados y de otras alimañas, e tejones e gatos monteses, dellos adobados y otros sin adobar” (Bernal Díaz del Castillo).

El 13 de agosto de 1521 las tropas de Cortés dieron fin al último bastión de resistencia de los mexicas, ubicado justamente en Tlatelolco. El tianguis sobrevivió algunas décadas más, probablemente rebautizado como Santiago-Tlatelolco, y se tiene registro de él hasta finales del siglo XVI, ubicado justo ahí en el cruce de Reforma y Flores Magón, donde hoy se erige estoica una torre con el nombre de Cuauhtémoc y una glorieta con un orgulloso Cuitláhuac de bronce.

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