por Ana Paula Tovar / Fotos: Ana Hop
Antes de que amanezca y se oiga la campana del camión de la basura ya hay fila en la Fonda Margarita. Primero llegan los trasnochados con varias copas encima, en busca de un guisado que los mande a la cama y les prometa amanecer sin cruda. Luego están los tempraneros: suelen ser vecinos que mientras desayunan comentan las buenas o malas nuevas. Más tarde comienzan a formarse los turistas, los que iban pasando o los que van porque les contaron que ahí servían los mejores frijoles con huevo de la Ciudad de México.
Fonda Margarita fue fundada en 1956 por doña Margarita Lugo de Castillo. Comenzó a servir guisados bajo un árbol del que en 1958 se convirtió en el parque Tlacoquemécatl, de la colonia Del Valle. En ese momento las viejas casonas y los ranchos, como el de Santa Anita, comenzaron a fraccionarse para convertirse en edificios y multifamiliares. Muchos se mudaron, entre ellos doña Margarita y su familia, pero su negocio permaneció ahí y comenzó a ganar clientes debido a la ebullición provocada por las construcciones. Pronto aquel puesto callejero se estableció en un pequeño espacio sobre Adolfo Prieto, y ahí sigue.
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En el imaginario del tragón, en las fondas se come al mediodía o por la noche y huelen a fritanga, pero Fonda Margarita abre a las 5:30 a. m. y huele al carbón donde reposan varias ollas de barro rebozadas de comida casera. “Siempre hemos abierto en la madrugada”, confirma Margarita Castillo, nieta de la fundadora y una de las personas a cargo. Su abuela decidió ese horario porque sus principales clientes eran obreros que necesitaban un buen plato de chicharrón en salsa para soportar las largas jornadas.
Pasaron muchas décadas. Las mesas de madera de Fonda Margarita con largas bancas dieron paso a unas de aluminio, más duraderas; aparecieron nuevos clientes, los hijos y los nietos de los viejos del barrio, y este lugar con el techo de lámina a dos aguas se convirtió en una leyenda de su colonia y de toda la ciudad.
A doña Margarita y Joel Castillo les sobreviven sus hijos María de Jesús y Ricardo. Acaba de fallecer su otro hijo, Joel, padre de Margarita, quien recuerda a su abuela como una mujer fuerte: “Cuando tenía 8 años le pedí a mi papá una muñeca y no me la quiso comprar; mi abuela me dijo: ‘Vente los fines de semana; vas a juntar dinero, y con eso compras tu muñeca y le das otra parte a tú mamá’. Ella me enseñó a cocinar y a trabajar”, cuenta conmovida.
Aunque doña Margarita falleció hace 25 años, está muy presente. Hay un retrato suyo colgado en un muro de la Fonda Margarita junto a una imagen de la Virgen de Guadalupe. También vive en sus recetas, que no han sucumbido a la mala fama de la manteca o las dietas de moda, y arde en los carbones encendidos que mantienen burbujeando la pancita. Su presencia inunda el lugar, tanto como la neblina de las brasas.
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Tal como su abuela, Margarita comienza a las dos de la mañana, cuando se empiezan a tatemar los tomates para las salsas, se fríen los frijoles, se limpia la carne y se hierve el agua para el café. Ella y el personal dejan todo preparado para que quienes no han dormido o despiertan con el alba devoren unos chilaquiles con huevo frito encima y revivan con un jugo de naranja.
Mientras el fuego continúe, haya una porción más de comida y el trío que se acomoda junto a la puerta continúe tocando boleros, Fonda Margarita seguirá abierto para los madrugadores.
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