The Psychedelic Furs y el baile de los solitarios

Todos los solitarios se parecen. Estamos en El Plaza Condesa, es jueves y The Psychedelic Furs, esa esquirla del post punk, herederos de los Sex Pistols, de Bowie, de los Buzzcocks, han logrado reunir a todo un ejército de solitarios:…

Todos los solitarios se parecen. Estamos en El Plaza Condesa, es jueves y The Psychedelic Furs, esa esquirla del post punk, herederos de los Sex Pistols, de Bowie, de los Buzzcocks, han logrado reunir a todo un ejército de solitarios: darkis de cabello terso, punks con gigantescos mohicanos verde, cincuentones de barbas grises y cola de caballo; un ejército dispuesto a olvidarse de todo por dos horas y bailar como si mañana nadie tuviera que trabajar, como si el mundo no existiera.

Todos los solitarios se parecen, sí. Excepto cuando están en un concierto y escuchan su canción, esa canción que suena ahora en boca de Richard Butler, una canción que habla de lágrimas, fantasmas o de corazones rotos —there’s too many tears, but angels don’t cry—, no importa. Y no importa porque la voz de Butler, curtida en el cinismo y la desfachatez de los años setenta, cuando The Jam, The Slits y The Jam lo cambiaron todo para siempre, es capaz de hacer feliz al más timorato.

Porque lo que hace Butler no es cantar. Butler usa su voz para convencernos de que nada importa. Ahí está esa chica, por ejemplo, con los brazos cruzados todo el tiempo, vestida de negro y casi inmóvil; mira esa sonrisa diminuta en sus labios rojos, los ojos que no pierden de vista a Butler, ese punk casi dandy, que mueve las manos como si diera un discurso presidencial, como si cada palabra que escapa de sus dientes fuera una declaración vital: don’t cry, don’t do anything, back in the goverment, no tears: party time is here again.

O aquel hombre solitario, no tiene menos de sesenta años, el sombrero negro oculta sus canas. Observa como se olvida de todo, de su familia, de sus rodillas cada vez más débiles; mira como salta cuando Mars Williams hace rechinar su saxofón en un solo desquiciado —There’s an army on the dance floor—. Y todos esos sujetos calvos y solitarios, vestidos todavía con camisa de oficina, aparentemente derrotados pero no, todavía no, porque de pronto hay un verso que comienzan a murmurar entre dientes y y los devuelve a la vida: she smiles and she says this is it, that’s the end of the joke, and loses herself in her dreaming and sleep.

Los primeros discos de The Psychedelic Furs tienen más de tres décadas. Y ellos tampoco son jóvenes —sólo Rich Good, el guitarrista que sustituyó a Roger Morris, tiene menos de 50—. Pero los lentes oscuros a media noche, la ropa rigurosamente oscura, la emoción contenida en cada uno de sus movimientos, en cada una de las notas que tocan, crean la ilusión perfecta. Como si ellos y esta noche fueran eterna, como si la soledad fuera siempre algo dulce y confortable, un pretexto para bailar en mitad de la pista.

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