La nostalgia te obliga a creer que los años pasan para mal: que el mundo era mejor hace un siglo, que eras mejor persona hace una década. El peor sacrilegio es decir no sólo que los vinilos sonaban mejor que Spotify y iTunes, sino que incluso los cassettes eran una mejor opción.
La nostalgia es traicionera. Quizás por eso recuerdo cada detalle del último mixtape que grabé, hace ya más de 10 años —el lado A comenzaba con “Yes” de Morphine; el lado B terminaba con “Comme un Garçon”, de Stereo Total—. Y cuando digo mixtape, me refiero a una recopilación de pistas grabada sobre la cinta magnética de un cassette.
Entonces existían ya los discos compactos, todos usábamos Winamp, la piratería había abaratado la industria musical y habíamos aprendido a usar Torrent para descargar álbumes como posesos. ¿Por qué esa necedad de usar una cinta? ¿Y por qué los cassettes, tan poco prácticos, tan dudosos en cuanto a calidad, se resisten a desaparecer por completo incluso hoy?
Son un evento íntimo
Unas semanas antes de que Donald tomara posesión como nuevo líder supremo del imperio gringo, Moby recibió una invitación para tocar en la ceremonia de protesta del magnate. Además de rechazar la invitación, el calvo más progresista de Gringolandia armó una playlist en Spotify que incluía canciones de Public Enemy, Sex Pistols, Green Day y Rage Against the Machine. La fue celebrada por medio mundo y replicada en todos los medios.
Leonora Milán (bióloga, doctora en filosofía, locutora de Ibero 90.9) escribió hace unos años que no existía mejor red social para conocer a la gente que Spotify: «Hay quien puede ser poser y escuchar FKA Twigs cuando lo que en verdad le encanta es el Komander pero, si uno es más o menos sincero, los servicios musicales son una radiografía fiel de nuestro gusto».
Una playlist puede ser un manifiesto político o una radiografía pública de tu personalidad. En ambos casos, algo se pierde. Hace una década, armar un mixtape era también crear un objeto (un disco, un cassette) que eventualmente regalaríamos a alguien. Era un evento importante: un evento íntimo. La nostalgia es traicionera, cierto, pero en tiempos donde la cursilería es pública gracias a los estados de Facebook, no es difícil extrañar aquellos días donde una cinta podía también guardar un secreto.
La película High Fidelity —basada en la novela homónima de Nick Hornby— es en realidad un gran ensayo sobre la influencia de la música pop en nuestra vida emocional. En ella, los mixtapes tienen un papel central: “hacer un mixtape es un arte sutil —dice un todavía joven John Cusack—. Se trata, básicamente, de usar la poesía de alguien más para expresar lo que sientes; eso es un asunto delicado”.
Es cierto. Hacer un mixtape para alguien no era sencillo: había que crear un ambiente, mantener la atención, planear un climax, incluir guiños personales y lograr que tu selección durara, exactamente, 30 o 45 minutos por cada lado. Todo ese trabajo generaba un efecto curioso. Era como si tus emociones y tus ideas quedaran fijas en cada canción, como si gracias a la música lograras encapsular todo lo que implicaba estar vivo en ese momento.
No hay peor tortura que los anuncios de Spotify. Son la estrategia perfecta para obligarte a pagar por el servicio de streaming. En ellos, además, se te invita a crear playlists para el gimnasio, para el romance, para la carretera: «Ponle soundtrack a tu vida».Existen personas que han hecho de esto un hábito.
«Te voy a hacer una playlist para que trabajes en la madrugada», escuché hace poco a un locutor decirle a una diseñadora; hace poco, un tipo en un bar, presumía: «Tengo una playlist hasta para meterme a bañar”.
Para las fiestas, un amigo tiene una lista perfecta de mil 883 canciones que se reproducen de manera aleatoria. Con el tiempo, uno deja de ponerle atención a la música y cada canción se convierte en un ruido de fondo, algo que se escucha.
Un soundtrack para cada minuto de nuestra vida parece buena idea, hasta que uno deja de ponerle verdadera atención a la música y cada canción se convierte en un ruido de fondo. Es tan sencillo crear una lista de reproducción que ahora es igual de fácil olvidar lo que hemos escuchado. Existen excepciones loables, claro: conozco o a un sujeto que renunció a su trabajo para dedicarse, de lleno, a investigar los orígenes del funk y crear un playlist que recorre, año con año, sus antecedentes desde principios de siglo.
Lo retro está cool
En la Ciudad de México, cierto fetichismo retro ha traído de regreso a los fanzines y las cámaras polaroid. Existen bandas de vaporwave que rescatan gameboys de la prehistoria para hacer música o que hacen circuit bending a antiguos teclados Casio.
Similar a lo que ocurre con la industria de los vinilos, aunque en menor escala, los cassettes parecen vivir un pequeño renacimiento: el año pasado, según el estudio de Nielsen Music , las ventas de cassettes aumentaron un 74%. La National Audio Company es la única fábrica que aún fabrica cassettes; en el 2014 vendió más de 10 millones de cintas y cada año sus números crecen.
Las bandas de garage todavía acuden al mercado de música de Tasqueña, buscando consolas de cuatro canales para grabar sus demos en cassettes. Algunos poetas eslameros distribuyen su trabajo en este formato y hasta existen ya pequeño sellos de música que graban y distribuyen música experimental exclusivamente en cintas.
La nostalgia es traicionera, pero vende.