Las pinturas de Christopher Conn Askew toman súbitamente cerebros
desprevenidos, persistiendo y cerniéndose por los limites de la conciencia.
Sus fábulas modernas son mejor apreciadas por románticos y
recolectores de la ferocidad implícita en rostros de mujeres inmaculadas pero
de mirada desafiante.
En cada una de sus pinturas se palpita un sentimiento de
penitencia, una idea a través del sufrimiento. En este panteón de mártires,
donde pieles de linces degollan cuellos, zorros enchalecados con cigarro en
hocico sirven de lazarillo a sonrojadas infantas invidentes, y temerarias
soldadas de pelo cano y rimel escurrido aguardan al juicio final de la mano de
sus fieles liebres kamikazes, las púas que desgarran la piel se convierten en
adornos.
Insaciable devoto a la etimología de las palabras y los
símbolos, Chris Conn no tiene la intención de hacerle encontrar significados
ocultos a sus espectadores, sin embargo infinidad de pequeños acertijos
respiran en sus lienzos. Siempre gustó de los rompecabezas y las adivinanzas, es por
eso que la intención y el desenlace de sus pinturas, por lo general, desemboca
en conclusiones inesperadas. Un símbolo puede significar una cosa al principio
y algo distinto al final.
Dibujante obsesivo sin ningún entrenamiento formal, cambió
el grafito del lápiz por la tinta de una máquina tatuadota. Más de diez años se
dedicó a los pigmentos corpóreos hasta que apagó las perillas de su fuente de
poder en 2006. Fue entonces que dejó brotar sus inquietudes personales estimuladas por su amplia gama de influencias: de los viejos caligrafistas
japoneses a la estética del cartelismo de propaganda soviética o china
comunista; del arte religioso latinoamericano y europeo a la gráfica de los
sellos postales.
Usando primariamente acuarelas, recorre teñidos paneles con
tinta china, guache, laminillas
doradas y más grafito. Múltiples capas derivan en la efigie de toda aquella
representación tortuosa que busca respuestas en la redención.