El natural de una ciudad, cualquiera que sea, es el cambio. El natural de una persona, cualquiera que sea, es la nostalgia ante lo que ya no está. O por lo menos ese es mi caso. Me resulta imposible, por mucho que ame la vida presente, no sentir de tanto en tanto esa punzada en el estómago que es un recuerdo de las que fui en un espacio concreto.
Para quienes la hemos habitado, la Ciudad de México es el lienzo de muchos de nuestros momentos más significativos, pero también de aquellos que no llegan a tanto, pero nos hacen quienes somos. Me cuesta trabajo pisarla y no vivir entre varias temporalidades, el palimpsesto de lo que soy se manifiesta a modo de fantasmas.
A veces estos son imposibles de revivir. Por ejemplo, cuando miro hacia donde estuvo por décadas el Café Trevi, fenecido víctima de la voracidad inmobiliaria, de pronto se aparecen ante mí un grupo de amigos y amigas, a inicios de sus veintes, que se conocieron en la Prepa 9 y que ahora se reúnen, cada vez con menos frecuencia pero con igual amor, para comer enchiladas de la mano de algún mesero malencarado que lleva desde los albores de la civilización trabajando ahí.
Con la muerte del café, algo en mí también desapareció, aunque lo cierto es que era más simbólico que real ya que hacía años que no lo pisaba. Ahora esos momentos ya no existen ni en potencia. Qué tentación hacer de esto una metáfora de las amistades deslavadas por muchos soles citadinos.
Así, a veces paso frente al lote en Lindavista donde hubo un bazar, de la época en la que los bazares, esos lugares un poco más abajo de un centro comercial y un poco más arriba de un tianguis, se pusieron de moda. Ahora es usado para guardar camiones y luce con orgullo su óxido. Antes: una adolescente se hace su primera perforación en el ombligo, su segunda en el labio, camina con sus amistades de uniforme café entre los pequeños comercios, muchos de ellos artesanales, que amenizan sus tardes luego de la secundaria.
Salvo las personas que trabajaban ahí, dudo que alguien haya dejado mucho en sus pasillos cuando cerró, pero vaya pérdida para los recuerdos. Por otro lado, qué fortuna que el bazar viva petrificado en ese instante, su época de esplendor (si tal cosa existió), a salvo de una nueva visita destinada únicamente al desengaño. La trampa de la nostalgia.
¿Cómo se hace para dar una pisada firme cuando se cargan todos estos ecos de lo que fuimos? Con razón algunas personas mayores ven su columna ir en picada. Dirán que es una mera cuestión física, pero yo afirmo que es también el peso de sabernos a la vez presas de los cambios de la ciudad y de nuestros recuerdos.
Aura García-Junco es escritora y guionista. Publicó las novelas Anticitera, artefacto dentado y Mar de piedra; el libro de ensayos El día que aprendí que no sé amar y el libro de narrativa autobiográfica Dios fulmine a la que escriba sobre mí. Ha colaborado en Nexos, la Revista de la Universidad de México, eldiario.es, The Washington Post y Cuadernos Hispanomericanos. En 2021 la revista Granta la eligió como una de lxs 25 narradorxs más destacadxs en español. Desde el 2020 es guionista de cine y series. En esta edición escribió la columna