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Si nadie está sentado en la fuente, puede ser que esté cubierta de pipí

Texto publicado originalmente en inglés en How to Have Fun in the Apocalypse, de Zoe Mendelson. Reproducimos aquí una traducción al español. Desde hace unos meses, para tener agua en mi casa, tengo que sentarme en la cocina y…

Texto publicado originalmente en inglés en How to Have Fun in the Apocalypse, de Zoe Mendelson. Reproducimos aquí una traducción al español.

Desde hace unos meses, para tener agua en mi casa, tengo que sentarme en la cocina y prender la bomba 15 minutos y apagarla cinco minutos de nuevo y de nuevo durante horas. Mientras hago esto, leo las noticias, tomo café, y me pregunto: ¿cómo voy a explicarle este mundo al bebé que está creciendo en mi panza?

Mi casa parece un sueño: construida en los años 1950, tiene detalles arquitectónicos encantadores, está pintada de blanco con verde limón, tiene ventanas amplias, un patio, un jardín con una palma de 10 metros y una monstera de 6 metros. Parece que pertenece a la playa, pero sus paredes están llenas de humedad, haciéndose moronas. El neumólogo dice que mis pulmones están inflamados por respirar el polvo. Cuando me mudé aquí hace tres años el agua fluía bien y las paredes estaban en buen estado. Mi renta costaba 35% menos también, antes de que se depreciara el dólar. Últimamente, esta casa se siente como una metáfora de todo. 

Cuando me mudé a México hace nueve años, 30% más agua salía de la llave y las rentas estaban un 25% por debajo de lo que están ahora. La mayoría de los gringos que vivían aquí éramos periodistas, artistas, y freaks. Pienso que casi nos conocíamos entre todos. Los mexicanos estaban, en general, incrédulos y entretenidos por la idea de que quisiéramos vivir aquí: “¡¿En serio te gusta?!”.

Foto: Zoe Mendelson

Estaba enamorada de México. Mi corazón palpitaba por cada virgen en un nicho, por cada rótulo de una torta enorme, por cada camión de cemento pintado con animales coloridos. Por las letras Art Deco en los edificios. Por la cumbia, el reggaeton, la banda. Por los albures increíbles sin fin. Por poder fumar en taxis. Por la temporada de jacarandas, el musgo y las ofrendas. Por el mezcal, las marimbas y los mangos con chile. Y obviamente por los tacos.

Era un big deal poder pagar mi renta tan solo con mi trabajo escribiendo. Mudarme aquí me regresó esas 30 o 40 horas por semana que antes gastaba trabajando en empleos horribles en Nueva York, todo para poder tener al menos unas horas al día para escribir. Y aquí, los departamentos enormes, llenos de luz, con vistas épicas de la ciudad. La gente en los Estados Unidos me preguntaba “¿Por qué la Ciudad de México?”. ¡Ja!

La CDMX es una ciudad muy diferente ahora. Una verdadera inundación de gringos la ha cambiado. En los últimos dos o tres años me he estado burlando de la gente que dice eso porque “si piensan eso, su idea de la ciudad son cinco barrios”. Mamadas pretenciosas para esconder mi duelo. No se puede negar que si en algún punto la Ciudad de México fue “truly magical” como ese tweet odiadísimo sugirió, algo de su magia ha muerto por las Bad Gringo Vibes. No somos tan responsables por el aumento de las rentas como se piensa –eso se debe mayormente a la financiarización de la vivienda y a una política pública inepta–, pero sí somos responsables en parte.  

El proceso de gentrificación no solo es violento en el sentido espacial. Las estrictas leyes sobre los derechos de los inquilinos hacen que los propietarios recurran a medidas físicas para echar a la gente de sus casas. Para hacer espacio para los gringos, contratan a porros o usan la policía ilegalmente para arrastrar a la gente de sus hogares (el colectivo Chingadamadrx está haciendo un gran trabajo en documentar eso) ––a veces literalmente a jalones de pelo–– si intentan ejercer su derecho a quedarse.1 Los gringos no suelen enterarse de esto.

En las colonias Roma, Condesa y Juárez, la mayoría de los negocios pequeños han cerrado porque los gringos no compran tortas ni reparan sus zapatos. En su lugar están un millón de barras de sushi y cafés estériles minimalistas llenos de laptops abiertas.

Los gringos le hablan a los mexicanos a gritos y en inglés. Toman fotos de sus hijos. Le regatean a los vendedores callejeros, quienes probablemente no han hecho sus tres comidas. Están seguros de que todos les quieren estafar. Una güerita en una fiesta le pidió a mi esposo (que ni vende ni usa cocaína) si le podría vender cocaína, probablemente porque tiene piel oscura y un corte de pelo degradado.

Ya a nadie le entretiene que queramos vivir aquí. Ya no tengo esa misma conversación encantadora con cada taxista que quiere asegurarse qué he probado o que vaya a probar TODAS las comidas.2 Hace unas semanas, una señora en la tiendita me dijo que me regresara a mi país. Entiendo.

Foto: Zoe Mendelson

Hay dos tipos de gringos aquí ahora. Los woke/culpables que se dicen colonizadores y se disculpan por todos lados. Estos suelen querer encontrar una experiencia más “auténtica”. Tienen una fantasía estilo Y Tu Mamá También de ser adoptados por una familia bonita de pescadores que van a reconocer la pureza de sus almas cuando por fin encuentren esa playa “menos turística”. Buscan amigos mexicanos para tener amigos mexicanos.

Los otros son esos gringos básicos que trabajan en corporaciones o en tech y no hablan español. Ni siquiera intentan hablar español. Mayoritariamente quieren tener departamentos instagrameables con sillas Acapulco y monsteras, ir a los clubs y comer en restaurantes finolis. No pretenden ser otra cosa. No les importa tener amigos mexicanos.  

La mayoría de los gringos compran muchas drogas a esas personas que mantienen este país en un abismo de terror. No tienen ni puta idea ni curiosidad alguna acerca de lo que pasa a su alrededor –ni en el sentido general ni literal–. No leen las noticias. No conocen la historia mexicana. No saben cómo se maneja aquí el poder ni por quién. Pero también son increíblemente ciegos a sus alrededores inmediatos.

Un ejemplo: ayer en la Plaza Río de Janeiro, en la colonia Roma, donde mucha gente lleva a sus perros a pasear o jugar, vi un gringo que vestía pantalones blancos que parecían costar cientos de dólares, estaba sentado en la fuente leyendo (obviamente) The Creative Act: A Way of Being, de Rick Rubin. Docenas de otras personas estaban en la plaza viendo mientras sus perros jugaban, pero ninguno estaba sentado en la fuente. Porque estaba mojada con pipí de perro.

Otro ejemplo: los gringos no suelen darse cuenta de lo bajito que hablan los mexicanos. Mi esposo dice que eso de hablar bajito es una legacía de la subyugación colonial. Pero yo veo que esto tiene un poder brutal. Un insulto, un chiste o una verdad tienen una fuerza excepcional si se pronuncian con un volumen uniforme y audible. Los gringos hablan a gritos en los restaurantes, molestan a comedores enteros llenos de otros clientes. Esto es algo de lo que tampoco se dan cuenta.

Insisten en que la CDMX, de hecho, sí es muy segura (ajá). Asumen que pueden tomar en las calles. Se meten drogas en público. Una vez escuché a un gringo en el aeropuerto hablando por teléfono decir: “Es México, como que no hay reglas.” (Sí las hay)

Los gringos fueron al cine, pero están sentados en la sala con los ojos cerrados, tapándose los oídos, tarareando. No fueron para ver el drama-terror que es la película real. Vinieron en busca de una aventura bohemia, de algo “más real”. (Creen que la decadencia es la ausencia de capitalismo, pero solo es el otro lado del NAFTA). Vinieron aquí para protagonizar la comedia romántica Comer, rezar, amar, que tienen en sus cabezas. No vinieron para encontrarse con México. Vinieron para encontrarse a sí mismos. No quieren ver que este momento de gentrificación intensa y violenta y la tensión y oscuridad que produce es la experiencia auténtica. Entonces proyectan más de lo que ven.

No solo es poco ético aprovecharse de los niveles incomprensibles de desigualdad sin estar dispuesto, al menos, a ser testigo de esa desigualdad y la violencia que produce, especialmente cuando estás exacerbando esa desigualdad, sino que también es simplemente muy pinche bizarro querer vivir en un país y no querer saber nada de él.

Es como esos hombres con los que salí, que hablaban de sí mismos durante horas y nunca me hicieron ni una sola pregunta, al final dijeron: “Realmente me gustas, hagamos esto de nuevo”. Lo decían en serio, pero no se daban cuenta de que lo que realmente disfrutaron fue la experiencia de ejercer su poder, de deleitarse en ocupar espacio, de contar sus propias historias.

Foto: Zoe Mendelson

Todo esto me da mucha pena ajena. Y vergüenza. Y culpa.3 No me gusta ver a los otros gringos y que esto me recuerde todo el tiempo que soy esa misma pendeja.

También estoy resentida por puro egoísmo: están tomando todos los buenos departamentos. Ya estoy muy estresada por  mi renta, y llevo meses buscando depa mientras ese monstruo que come dinero crece en mi cuerpo. Al parecer, ya no puedo pagar por el tipo de departamento que estoy convencida de que es mi derecho tener (ajá) –del tipo que haría una buena escenografía para mi romcom– sin empezar a trabajar de tiempo completo, lo cual aún no estoy dispuesta hacer.

El mejor reflejo que tengo de mi propia ridiculez, es mi suegra. Ella creció en un piso de tierra, es hija de un albañil analfabeto, no pudo terminar la escuela pero es tremendamente inteligente. Ha trabajado muy duro a lo largo de su vida. Ha tomado decisiones prudentes. Es dueña de su casa. Cuando ve mis finanzas, dice: “Compra. Claro que tienes el dinero suficiente para comprar”. Pero ella se refiere a que debo comprar un inmueble en el que yo no estaría dispuesta a vivir –algo como su casa–. Y tiene razón. Eso sería lo más inteligente que debería hacer.

En vez de eso, me niego a reconocer que mi movilidad de clase es hacia abajo. Invierto en la estética de mi presente en vez de la viabilidad de mi futuro. La distancia entre lo que ella considera razonable y lo que yo estoy dispuesta a aceptar es el tamaño de mi negación. Es enorme. Y ese es el caso de muchos de los que estamos aquí.

Al final del día, estoy haciendo lo mismo que la mayoría de los otros gringos aquí: todo lo posible para sostener estandartes de vida insostenibles. El valor del dólar disminuyendo rápidamente es una métrica concreta; el privilegio que venimos a ejercer se está reduciendo. Tampoco queremos ver la película real de nuestras propias vidas. Pero eso se está haciendo cada vez más difícil mientras se caen las paredes de mi dream house

Entonces, estoy intentando mantener mis ojos abiertos y ver la maldita película. Entre más lo hago, más duelo tengo. Duelo hacia ese futuro que me prometieron de niña, para la idea de que pueda dedicarme a escribir como una profesión, para la Ciudad de México que no tenía una invasión de gringos ni crisis de vivienda. Para la idea de que mi propia presencia aquí no era violenta.

Foto: Zoe Mendelson

Mi propia gente está sacando a los mexicanos de clase media del centro de su propia ciudad capital. Mi propia gente ha matado ya a 24,000 palestinos, y en mi nombre. Cada mañana, prendo la bomba para extraer el poco agua que queda en el suelo, leo las noticias, y me pregunto: ¿cómo voy a explicar este mundo al bebe creciendo en mi panza?

Intentaré explicar que:

  • Vale la pena ver la película, atentamente. 
  • Toda la tragedia y destrucción y entropía hacen que lo que funciona y prospera sea más improbable y, por tanto, más hermoso.
  • Incluso cuando el dolor hiere, abre nuevas dimensiones de alegría.
  • Nunca se insistirá lo suficiente en la importancia de bailar.

Estas son las lecciones que México me enseña una y otra vez cuando estoy dispuesta a ver la película. En México, se toman en serio sus fiestas. Y no se puede ver qué tan hermosas son, qué tan conmovedoras son si no miras toda la violencia, el trauma, la injusticia impensable. Amo cómo las fiestas se acaban al amanecer después de horas y horas de baile con las rancheras y las lágrimas. Porque para sacarle jugo a la vida, hay que bailar pero también hay que llorar. Aquí se entiende eso mucho mejor que en los Estados Unidos. Por eso me alegra mucho que voy a criar a mi bebe aquí. 

Si escoges la negación en vez del duelo, el tiempo solo te va desgastando. He estado en duelo, pero este me está haciendo sentir más ligera. El duelo es menos divertido que la negación en el corto plazo, pero la negación pesa mucho más que el duelo. Si escoges a la negación, no te das chance de conocer a la persona con que estás saliendo, o enterarte de que es cagadísima, o dejar que esta pinche loca, oscura y hermosa ciudad en que vives te agarre por los hombros y te sacuda hacia la vida. Pienso que eso es cierto, no importa qué tan bonito sea tu departamento. 

Foto: Zoe Mendelson

Zoe Mendelson es escritora, es cofundadora, editora de y autora de Pussypedia: a Comprehensive Guide. Sus textos han sido publicados en Slate, Fast Company, Hyperallergic, WIRED, The Washington Post, The Los Angeles Times y otros medios.


  1. En 2022 Tarah Knaresboro y yo colaboramos con lxs investigadores Biaani Cantu y Christian Scott para estudiar la migración gringa y las posibles formas de remediar sus efectos. Acabamos con más preguntas que respuestas, la verdad. Biaani y Christian concluyeron que es necesario que se hagan soluciones sustanciales a nivel estatal. Pero Biaani compiló estos registros de desalojamientos que tenemos permiso de compartir. 
  2. Amo ese género de conversación altamente mexicano que yo he llamado “listing foods”, en cual una persona mexicana le habla sobre determinada comida a otra persona, y esta le contesta “Mmmm”, y la otra le habla de otra comida y recibe un “Mmmm” como respuesta y así siguen por mucho tiempo en un intercambio serio e íntimo. 
  3. A esta regla hay una gran excepción: gozo mucho el ver a la gente fresa incomodarse por ver a los gringos de clase media –a los grupos de chicas básicas en sus vestidos florales de Urban Outfitters y a los packs de bros llevando shorts– “invadir” sus espacios. Ver su frustración por –de pronto– tener que compartir sus espacios con gente de bajo de su clase social.
  4. Mi escritora favorita, Alma Guillermoprieto, abre de forma perfecta su ensayo “Mexico City” con esta frase épica: “Los mexicanos saben que una fiesta ha tenido éxito si al final hay al menos un par de grupos de conocidos de toda la vida o recién conocidos apoyados unos en otros contra una pared, sollozando impotentes”.

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