Texto de Rosalba Cruz Martínez, Consejera Jurídica de la Coordinación para la Igualdad de Género de la UNAM
El feminicidio es una de las expresiones más atroces de violencia contra las mujeres. Ante las atrocidades y como mecanismo de defensa tendemos al deseo de borrarlas de manera individual y colectiva. Si es doloroso, resulta más conveniente guardarlo y no hablar de ello. Se convierten en lo impronunciable, en lo que vemos, o queremos ver, desde lejos, en una nota periodística, en un puesto de periódicos, con un dejo de “empatía” ante una tragedia ajena, pero principalmente, que deseamos ver apartada.
Quizás por eso, en consenso social, aceptamos motes en los perpetradores “monstruo”, “caníbal”, por mencionar algunos, y se crean historias alrededor de esos seres, que son de las periferias, que estaban solos, que vienen de familias disfuncionales, así, se despersonalizan y son llevados al escenario fuera de todo orden social, separados de nuestra cotidianidad, quizás, para protegernos, para sentirnos más seguras y más humanas. Así podemos seguir con nuestras vidas y, ¿quién no quiere seguir con su vida después de acontecimientos tan terribles como lo son el que la persona en la que confías, y hasta muy probablemente amas, te asesine?
Hija, soy agredida porque exijo justicia por tu feminicidio.
Irinea Buendía madre de Mariana Lima. Diciembre de 2017
Sin embargo, las víctimas de feminicidio se niegan a ser ignoradas y olvidadas, aunque sus historias sean impronunciables, no es posible desaparecerlas y no debemos hacerlo. La negación no funciona sino para perpetuar las conductas. Nuestras hermanas se niegan a ser olvidadas y sus familias, para lograr su curación, nos las recuerdan con su clamor de justicia, en el deseo de contar su historia y de hacer saber la verdad. Las víctimas son madres, son hermanas, son estudiantes, son niñas, son mujeres.
En México, son 10 mujeres las asesinadas en promedio al día, pero más allá de los números, lo alarmante es que no es un problema ajeno, y reconocerlo es un primer paso para la sanación de las víctimas secundarias (como se les dice a sus familias) y la erradicación de tan grave problemática.
Los aportes de distintas disciplinas desde los feminismos han puesto en evidencia que existe una cultura de discriminación hacia las mujeres, que ha traído como consecuencia diversos actos de violencias, dentro de los que se encuentra el feminicidio.
Esto es, no se trata de una problemática exclusiva de la víctima y el perpetrador, sino de una sociedad permisiva que justifica las violencias, al menos, las violencias legitimadas moralmente. Según Marcela Lagarde (2023), estas últimas son concebidas como experiencia de fuerza e inteligencia, como capacidad positiva de dominar y dañar, otorga a quien la ejerce, poderes, prestigio, fama, autoestima y valoración social, como los despliegues que vemos en canciones de diversos géneros con imágenes de jóvenes poderosos con armas y dinero.
Y sí, la violencia, particularmente la violencia por razón de género, ha sido potestad de los hombres para someter y controlar los “otros” cuerpos feminizados (aquí encontramos, también, a las diversidades-disidencias sexuales y de género, pues supone una traición nacer con características genitales de hombre y salir del constructo de lo que supone serlo) con quienes se relacionan de manera asimétrica, y se ubican como superiores, con la autoridad de imponer disciplina por no ajustarse a la norma social de buen comportamiento. Porque en ese imaginario, las mujeres obedecemos, las mujeres nos sometemos, las mujeres debemos estar dispuestas a hacer todo por amor.
Es así que, en tanto sigamos romantizando la violencia, al afirmar que “quien te ama te hará llorar”, qué los celos son demostración de amor, que “amar es sufrir”, como lo reiteran canciones populares que han trascendido generaciones, que el consentimiento no sea requisito indispensable para la construcción de vínculos afectivos, sino que sea el amor el que triunfe aunque atienda únicamente al deseo de una parte y al supuesto destino de las mujeres, seguiremos enfrentándonos a lo impronunciable.
Luego entonces, dejemos de ser el público observador y ajeno. Si bien cuesta trabajo ver con una mente clara y tranquila los fragmentos de una realidad que duele, es necesario admitirla. Los feminicidios son esa realidad, producto de un problema estructural diverso, articulado por complejas condiciones socioculturales y del que somos parte en la cotidianidad, por tanto, es indispensable hacernos cargo.
Es inexcusable empezar a ver a las víctimas como mujeres reales y cercanas, ver a los que las privan de la vida como hombres que requieren aprender formas de vinculación afectiva sana, sin violencias, en las que medie el consentimiento, se responsabilicen de sus emociones y dejen de justificar el ejercicio de sus violencias. Porque las víctimas de feminicidio son reales y sus perpetradores, también.