Eran las 12 de la noche, aproximadamente. En martes, si mal no recuerdo. Los horarios en agencia de publicidad suelen ser escandalosos. Estábamos acabando una chamba que se presentaba al día siguiente, alguna babosada que se pudo hacer en dos horas pero que, gracias a todas las incompetencias acumuladas típicas del negocio publicitario, se resolvió en dos semanas. Ya estábamos terminando. Presentaciones de Power Point de 100 diapositivas coronadas por el slide final que dice “¡gracias!”. Este negocio y sus cínicos chipotes. Después de cierta hora, el servicio de taxis es gratuito, o más bien nos lo paga la agencia. La empresa contratada es Cabify. Éramos cinco varones en mi equipo. Pedíamos cada quien su unidad, ya que, tristemente, todos vivimos en diferentes uñas de la interminable y patona Ciudad de México.
A esa hora es un inconveniente encontrar taxi disponible. Ya ni porque estamos en Polanco. “Buscando conductor”, rezaba el mensaje de la app en nuestros teléfonos. Con el anhelo de irnos a nuestras camas, todos mirábamos insistentemente la pantalla luminosa. A lo lejos sonaba la cumbia que estaba escuchando una chica de otro equipo de trabajo que también se había quedado sacando chamba hasta tarde.
A uno de los diseñadores lo aceptó un chofer. Alegría. Uno menos. El auto estaba a 10 minutos de distancia y entrando por la Pensil. “Uhhh, me lo canceló”, dijo a los pocos minutos. Insistimos con la app en la búsqueda de una diligencia. Imperantes ganas de huir.
“Ya encontré uno”, comentó otro de los directores de arte. Pero se repitió la misma dinámica. A los escasos minutos el chofer le canceló el servicio sin explicación alguna.
Le pasó lo mismo a otro de los integrantes de mi equipo de desvelados y ojerosos. Y luego a otro. Me pasó a mí. Entonces evidentemente nos dimos cuenta de que se trataba del mismo chofer que estaba aceptando y rechazando pasajes sabrá dios por qué.
Se llamaba Juan. Aparecía su rostro diminuto al lado de su nombre y la distancia que nos separaba de él. Un rostro de ser humano.
Supusimos que lo hacía buscando los $40 de penalización que te cobran ante una cancelación injustificada. Sin embargo, aquello no nos hacía sentido. Estábamos hartos de nuestro involuntario Ángel Exterminador, habían pasado al menos cuarenta minutos ya. Entonces Rosario, la diseñadora de las cumbias se acercó y nos dijo: “yo encontré luego luego, oigan. Ya viene rumbo acá”, agregó triunfal con el teléfono en la mano.
“¿De pura casualidad no se llama Juan?”, preguntamos.
Hubo un silencio incómodo. ¡No! Más que incómodo: pavoroso. Fue una cuestión de segundos antes de que nos cayera el veinte. El chofer evidentemente era el mismo sujeto. Estaba eligiendo pasajeros. Descartando gente hasta que le saliera uno con nombre de mujer. Fue horrible. Lo reportamos detalladamente al instante. Ella canceló el viaje. Era, amargamente, todo lo que se podía hacer. La oficina se volvió súbitamente opaca.
Desconsolados nos quedamos adelantando, de una vez, el trabajo del resto de la semana.
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