Para ninguno es secreto —y quien aún no lo sabe, que lo sepa— que el paladar chilango tiene una tendencia natural hacia los sabores ácidos. Somos adictos a esa sensación que nos hace salivar y hasta podría decir que nos divierte, como cuando vemos que preparan unas papas de carrito y le pedimos al maestro papero que le eche más y de todo. Así fuimos diseñados. Todo empezó, paradójicamente, con nuestros dulces, que destacaban más por su acidez que por su dulzura. Ahí también se fue adaptando el gusto y la tolerancia hacia el picante. Nuestras primeras golosinas eran paletas con chilito, gomitas aciduladas o sobrecitos de chile piquín como el Miguelito, los Brinquitos o el Lucas. ¿Qué fue del botecito de Lucas? ¿Acaso se fue a la quiebra cuando apareció el Tajín? Bastaba un poco de esos polvos mágicos lamidos directamente en la mano para tener la más gozosa de las experiencias. Insalubre, sí. Irresistible, cien por ciento.
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¿Qué sería de un taco al pastor o de un suaderito sin su dosis de limón? Pensemos en el consomé de pollo o de barbacoa, en una birria, o en un redentor caldo de camarón. No son muchos, sino los menos, los que atacarían uno de estos concentrados de proteína sin administrarles una importante dosis de acidez. El umami no basta. A la salsa de soya del sushi comercial acá se le tiene que poner limón. Si no, no le entramos.
La acidez también es una necesidad que equilibra los sobrados momentos de grasa a los que nos exponemos todos los días en esta ciudad. La encontramos lo mismo en los encurtidos que en los escabeches, en una ensalada de habas pero también en el tomate guisado de la salsa verde con la que se bañan unas enchiladas. El gran éxito de la garnacha es que va acompañada de limón. Una gordita de chicharrón, por ejemplo, no sería lo mismo a la cuarta mordida si no estamos mitigando el graso bocado con picos de acidez. Una cebollita encurtida picada con habanero, un rábano o el mismo cilantro bien tratado pueden ser esos proveedores.
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Hace un año, por estas fechas, subió tanto el precio del limón que fue motivo de memes. Porque el aguacate nos gusta un montón, pero sin el limón no podemos vivir. ¿Qué pensarán los alemanes e ingleses de que un trago insignia de este país sea un coctel a base de cerveza, limón y sal? Pienso en aquellas micheladas que fueron míticas: la del Parnita, la de Fisher’s, la del Pialadero de Guadalajara y, a recientes fechas, la de La Casa de Toño. Muchas de ellas no sobrevivieron pues empezaron a usar limón artificial y demás pendejadas.
Hace unas semanas estuve en el Villamelón con la urgencia de sobrellevar una cruda específicamente con una michelada (y tacos, obvio, pero lo importante era la michelada). Vaya sorpresón que me llevé cuando aquella michelada que solía llevar dosis improvisadas de limón, salsa inglesa, salsa Maggi y Tabasco, ahora era un caldo intomable por culpa de un líquido raro, que seguramente costea mejor que el limón, pero es un insulto a cualquier bebedor de micheladas y a la historia del lugar. Hace unos 20 años, cuando El Villamelón aún se encontraba en la calle de Atlanta, pegadito a la Plaza México, solían servir la Tecate preparada con todos los ingredientes encima de la lata, nada de vasos ni escarchados. Era perfecta.
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El imperio de Enrique Olvera arrancó cuando comprendió el paladar mexicano. Si hay algún cocinero que entiende nuestra necesidad por la acidez, es él: sus platos más icónicos (con excepción del mole madre y un par más) son un balance preciso entre sal, grasa y acidez, que a veces logra con un quelite o con una gotita de limón. Lo mismo los cocteles de camarón de Virreyes y otras joyitas callejeras. Aquel que domine la acidez que nos hace salivar dominará la ciudad. Por eso no hay que andarse con mamadas.
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