Sosteniendo la vida: hacia una corresponsabilidad de los cuidados

A nuestras ancestras, que sostuvieron la vida en silencio y sin reconocimiento.

Por Andrea González, Celeste Cruz Avilés y Aranzazú Belmont Flores (Colaboradoras de la Coordinación para la Igualdad de Género UNAM)

Este artículo está dedicado a nuestras ancestras, a las que sostuvieron la vida de los suyos con el peso de sus manos, a las que dieron hasta el último aliento cuidando a otros. Va para las que, en silencio, se consumieron en los márgenes de una historia que nunca las nombró, aunque fueron ellas quienes encendieron el fuego y sostuvieron la llama de la vida en sus hogares.

Va dedicado a María de la Luz, la negra, que murió de enfisema pulmonar. Ella se fue con el humo en sus pulmones, aunque nunca tocó un cigarro. Fue el humo de la leña, del carbón, del ardor perpetuo de la estufa de petróleo que, día tras día, alimentó a sus diez hijos con el calor de sus cuidados. Fue el fuego que daba vida y llenaba de sustento la mesa, el mismo que fue robándole poco a poco su propio aliento. La cocina, el lugar donde se labró como cuidadora, se convirtió en la trampa que le arrancó la vida. 

A mis abuelas Hilda y Ema que, en el afán de cuidarnos, nos alejaron del cuidado diligente de los abuelos que enfermaron y se fueron de esta vida velando no solo por el bienestar de los abuelos sino también por los sueños y añoranzas de sus hijas y nietas. 

A Domitila, la mujer de 96 años que sigue habitando su montaña a pesar de la inseguridad, porque la ciudad no le hacía feliz y necesitaba de la quietud y calma del campo, de los tiempos que no implican vidas aceleradas dispuestas al trabajo remunerado, a ella por apostar pese a todo a un buen vivir.

Este artículo es un homenaje a ellas, y a tantas otras como ellas, que dejaron su salud y su fuerza en cada fogón, en cada esfuerzo, en cada sacrificio silencioso por velar los sueños de otros. Ellas, nuestras ancestras, tejieron con sus manos un mundo que les dio la espalda, y aun así, eligieron cuidar. La memoria de nuestras abuelas es un grito de resistencia, un recordatorio de que los cuidados no son un destino inevitable, sino una deuda histórica que el mundo tiene con todas aquellas que lo sostuvieron sin que nadie las mirara.

Que este artículo sea también un llamado a la justicia, para que nunca más se dejen sus vidas al pie de los hornos, para que sus pulmones no se llenen más de humo ni de sacrificio. Que sea una promesa de que la llama que encendieron no se apagará en vano, sino que arderá con más fuerza, iluminando el camino hacia un mundo donde cuidar sea un derecho compartido y no un peso que recae solo en sus cuerpos.

Va a todas las que lucharon sin ser nombradas, para todas las que encendieron el fuego con el amor de sus manos y la vida en sus venas. Que el humo que las cubrió no nuble nuestra memoria, sino que avive nuestra furia y nuestra determinación de construir un mundo más justo.

El trabajo de cuidado nunca ha sido equitativo

Traer a la memoria las vidas de las ancestras, de las abuelas, de nuestras genealogías también nos es útil para intentar construir nuevas formas de explicarnos el mundo. En este sentido, los estudios de la esfera de lo privado, de lo doméstico nos aportan hallazgos inquietantes e indicativos, por ejemplo, las encuestas del uso del tiempo que demuestran que las tareas domésticas no remuneradas y su costo horario no sólo es mayor al de los hombres, sino que es, también, significativamente más importante que su aporte general al mundo del trabajo remunerado. 

Es evidente cómo el liberalismo dio pie al desarrollo del capitalismo, la división sexual del trabajo, a la escisión del trabajo productivo y las labores reproductivas, misma que recrudecen las desigualdades entre hombres y mujeres. Se concibe a los hombres como los jefes de familia y los únicos proveedores de ingresos para el hogar. Es interesante dar cuenta que a partir de este hecho histórico se construye el modelo de trabajador industrial de tiempo completo en clave masculina, es tremendo reflexionar cómo se da paso al sujeto empleado de por vida y único sostén económico del hogar y se pierde todo ejercicio de autonomía.

Este cambio abrupto en la dinámica del trabajo exime de forma automática a los hombres de las tareas del hogar y de crianza, y por el contrario, coacciona a las mujeres como principales responsables del funcionamiento del mundo de lo doméstico, del trabajo del mundo privado.

Pero, entonces, ¿qué se produce y reproduce en el interior de lo doméstico? Lo más valioso que podemos cuidar son las condiciones de vida cotidiana de los seres humanos, por ende, lo más valioso para el capital, “la fuerza de trabajo”. Hemos atravesado un periodo importante de la humanidad bajo un enfoque androcéntrico del concepto de trabajo. Desacreditando y subestimando las aportaciones en lo económico, político, social, cultural de la otra mitad del mundo: las mujeres y por supuesto también de las personas que no se identifican como parte del sistema heteronormado.

Es muy importante seguir avanzando hacia la urgente desfamiliarización y desmercantilización de los cuidados y el bienestar. Pensar en la organización social y política del cuidado que requiere e implica necesariamente una trama interinstitucional (Estado, familias, mercado y comunidad) que evidencia la interdependencia entre diversos factores estructurales. Sin esta transformación, perpetuamos un modelo injusto que sobreexplota a quienes cuidan, relegándolas a un trabajo no reconocido. 

Hacia un cuidado colectivo

El no pensar el cuidado como una responsabilidad social, comunitaria y colectiva, ha dejado la carga en las familias y dentro de estos núcleos a las mujeres. De acuerdo a la Encuesta Nacional para el Sistema de Cuidados (2022) del total de población susceptible de recibir cuidados el 64.5% lo recibe de parte de una persona de su hogar, de la cual el 75.1% son mujeres. Esto tiene un impacto en la vida y la salud de las mujeres que cuidan.

Pilar era mi compañera en la escuela. Siempre olvidaba los proyectos o no obtenía buenas calificaciones, le anotaba “cuida la presentación”. Una vez, me pidió hacer un proyecto en su casa porque debía cuidar a su abuelita. Su mamá llegó tarde, corriendo del trabajo, y mientras calentaba la comida, envió a Pili por los materiales. Antes de volver al trabajo, le dio una lista de cosas para hacer por su abuela. Durante la tarde, Pili no logró avanzar en la maqueta porque su abuela la llamaba constantemente. Terminé haciéndola sola y no fue hasta años después que entendí que, a sus 13 años, Pili ya vivía una doble jornada. 

En el caso de Pilar, compaginar los deberes de la escuela con las labores de cuidado de su abuela tenía un efecto en sus calificaciones, probablemente en la percepción que las personas docentes y sus compañeres, ciegas a su realidad, tenían de ella y en su autoconcepto ante su evaluación escolar. No sabemos cómo impactó esto en su plan de vida o en las oportunidades que tuvo después; pero imaginemos el constante malabarismo ante un sistema que busca crear “fuerza de trabajo” eficiente precarizando las labores no remuneradas que lo sostienen. 

Imagen: Shutterstock
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La carga mental que implican las labores de cuidado que realizan las mujeres, en una realidad donde pocas veces existe la corresponsabilidad, es un trabajo 24/7 sin descanso, un pensar constante en lo que se necesita en la casa, las necesidades de les hijes, de las mascotas, el cuidado de la pareja, de los padres, de la familia, la administración de los recursos del hogar; dejando al último sus necesidades lo cual inevitablemente pasa factura en el bienestar de quien cuida.

Mariana, mi madre, empezó a trabajar desde joven para ayudar a su familia. Trabajaba, estudiaba y ayudaba en casa, ya que su padre creía que la escuela era el camino para salir adelante. Siempre estaba corriendo: llegaba a la junta de las 9 am, nos llevaba a la escuela y luego a clases de dibujo o natación. Sus horas de comida las usaban para pagar cuentas o comprar materiales para la escuela, menos para comer. Nos ayudaba con la tarea por teléfono desde la oficina. Los sábados cuidaba a mis abuelos y hacía las labores del hogar, y los domingos, agotada, dormía casi todo el día, recibiendo los reclamos de por qué no quería jugar con nosotros. 

La entrada de las mujeres al mercado laboral no implicó una redistribución de las labores de cuidado, se mantuvo el mandato social y la exigencia a cumplir con el rol del cuidado mientras se volvían proveedoras complejizando la carga mental con la doble jornada. 

El 56.3% de las mujeres cuidadoras son económicamente activas (ENASIC, 2022). Nos lleva a preguntarnos porque los espacios de trabajo no impulsan políticas de corresponsabilidad entre hombres y mujeres que vayan más allá de aumentar los permisos de paternidad pues las labores de cuidados no implican necesaria o únicamente cuidar infancias. Entre otras cosas que hay que reflexionar, podemos mencionar los parámetros de desempeño, los factores a valorar cuando hay posibilidad de ascensos o aumentos salariales que son generadores de desigualdades y brechas.

Así como las necesidades de cuidado son diversas, también el grado de involucramiento en los cuidados puede varias. Pensemos en las personas dependientes, ya sea por enfermedad o por algún tipo o cruce de discapacidades, que requieren un cuidado más presente que suele recaer en un cuidador principal de los cuales el 86.9% son mujeres (ENASIC, 2022).

Luz del Carmen, mi abuela, era una mujer alta, fuerte y aventurera. Ella y mi abuelo planeaban aprovechar su jubilación, pero un derrame cerebral lo dejó paralizado. Al principio, ella puso todo el cuidado sin prever que sería permanente. Cargarlo, alimentarlo y soportar sus frustraciones se volvía cada vez más pesado, pero no quería molestar a sus hijos, que ya tenían sus propias familias. Con el tiempo, el cuidado no compartido afectó su salud: apenas dormía, comía poco y su prioridad era mi abuelo. Fue adelgazando, perdiéndose a sí misma, hasta que una noche ya no despertó.

El dejar la responsabilidad del cuidado físico y emocional en una sola persona puede tener un gran efecto en su bienestar generando un profundo desgaste emocional y físico que puede llevar a la persona cuidadora a un estado de enfermedad o incluso la muerte conocida como el síndrome de la persona cuidadora. Esto pasa también por el poco valor que se les da a las labores de cuidados por parte de las redes que integran la familia.

El trabajo de cuidados también es cosa de hombres

Asumir el cuidado no es solo sostener la vida, sino compartirla, repartirla, romper las cadenas que atan a las mujeres a la devoción eterna de los otros. Es tiempo de cambiar las manos que cuidan, de multiplicarlas, de que no sean siempre las mujeres que sostienen el peso de la crianza y la vejez. Porque cuidar no es un destino biológico, ni un mandato natural, es una labor que merece ser reconocida y compartida.

Que el trabajo de las mujeres no sea siempre el de cargar con el mundo. Que no sean siempre ellas las que velan por el descanso de otros, las que sacrifican sus sueños en los altares del hogar. ¿Acaso no es justo que sus manos sean libres, que sus días se llenen de más que deberes impuestos? Apoyar a quienes cuidan significa dignificar sus vidas, significa transformar un sistema que ha convertido su entrega en un deber silencioso, en un sacrificio sin fin.

Es momento de que los hombres asuman su responsabilidad, no solo como una cuestión de justicia e igualdad, sino también como una necesidad política y social. La distribución desigual de los cuidados perpetúa la desigualdad de género y limita las oportunidades de las mujeres. Por ello, resulta ser tan importante el involucramiento activo de los hombres para avanzar en la igualdad.

Imagen: Shutterstock
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Las políticas públicas deben responder al llamado de la igualdad, deben sembrar el camino para que el cuidado sea de todas y todos, no solo de aquellas a quienes la historia ha condenado a servir. Es necesario construir servicios que acompañen a las familias, permisos de cuidado que no discriminen por género, medidas que reconozcan que el bienestar común es una tarea colectiva. No es una opción, es un derecho; es la justicia la que exige que los cuidados dejen de ser una deuda.

Es urgente desafiar las normas que nos dicen que ser mujer es cuidar. Desmantelar las ideas que dibujan a los hombres como ausentes, como lejanos del abrazo, del consuelo, del calor de lo cotidiano. Que se desplomen los muros de los estereotipos y florezca una sociedad donde todos puedan cuidarse y ser cuidados, donde el amor y la solidaridad no lleven nombre ni género.

Porque el cuidado no es una carga, sino una oportunidad para tejer nuevas formas de vivir en comunidad, para reimaginar el mundo desde la igualdad, para construir una historia que no asigne a las mujeres el lugar del sacrificio. Es un acto político, un reclamo de justicia, un grito que dice: cuidar es un derecho, compartirlo es un deber.

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