“Y yo estoy aquí, borracho y loco”
Acaso quien lee reconozca en este verso la letra de la sobadísima canción “Lamento boliviano”. Acaso quien lee no pudo evitar tararearla, aunque sea en su cabeza. ¿Acaso proyecto lo que me pasó a mí misma sobre quien lee? Es posible. De lo que no hay duda es que esa canción es una miembra honoraria de lo que llamo el cánon de karaokes, canon que en mi caso aprendí no yendo a karaokes.
El karaoke se experimenta de maneras completamente distintas dependiendo desde donde los vea. El cantante amateur, que se sube al escenario a dejar el alma al grito de José José, intenta no ver a su público. La chica en la mesa del fondo, que anhela su turno más de lo que quiere escuchar el ajeno. Y claro, la persona que desde su cama intenta evadir la realidad del ruido de una ciudad que nunca deja de ruidear. Mi odio a los karaokes me ha llevado a ser exclusivamente esta última.
Viví primero sobre un bar abierto de martes a domingo y luego frente a un karaoke que compartía sus encantos de jueves a sábado. Por años el prospecto de una noche sin ruido era una petición avariciosa. Qué raro es ser el daño colateral de la diversión ajena. Al menos al principio, escuchar las risas y expiaciones me transmitía cierta emoción, derivada, supongo, de mi juventud, y de la sensación de que eso de allá abajo me pasaba, aunque fuera de manera indirecta, también a mí.
Todo ese ruido de ciudad, que la hacía sentirse como un tigre a medio rugido, como un pulpo de mil tentáculos tocando una batería, como un monstruo amistoso arrasando torpemente con el aburrido orden del mundo.
Esos años me hicieron desarrollar nuevos talentos: el silenciamiento automático de esas canciones en cuanto escucho la primera nota; la capacidad sobrehumana de dormir en toda circunstancia y la certeza de que si hubiera puesto cursos de idiomas tanto como escuché esa música, ya sería políglota.
Luego vino la pandemia y me enteré de que las noches no necesariamente son estruendo. Reaprendí cómo dormir sin ruido, vaya concepto. Cuando esa sucursal del infierno volvió a abrir, desarrollé un enorme odio al prójimo, especialmente a lxs dueñxs de karaokes que solo consideran al cantante de Juanga y su tarjeta bancaria y no a la gente que vive enfrente. Ya lo dije: el karaoke se experimenta de maneras muy distintas dependiendo de dónde, y añado cuando, lo escuches.
El ruido de la ciudad se tiene que disfrutar a cucharadas para que sea dulce, no en una marejada que se cuela por la ventana de tu cuarto impunemente. Así funciona este monstruo torpe, que algo (o mucho) de demonio tiene.