Su ímpetu era el de las Cataratas del Niágara.
Le faltaban, sí, algunos detalles: sus horizontes de pinos y cedros, el aire puro, el aroma a bosque, los espejos acuáticos de los Grandes Lagos, el rojo encendido de los cardenales que vuelan en el rocío de esas cascadas de Norteamérica. Pero el poder con que en la estación de la Línea Azul del Metro el agua caía desde la calzada San Bartolo era el monstruo iracundo de una catarata.
Alguien, uno de los usuarios del transporte subterráneo, la tarde de ese miércoles grabó con su celular la escena difundida en Twitter: por un muro del anden de la estación Panteones una cortina de agua se derrumbaba en miles y miles de litros a sólo pasos (cinco, seis) del tren donde la gente viajaba. De pronto, la cámara se distrae del agua y enfoca al vagón: un joven oye algo con sus audífonos, un calvo mira a la nada, un hombre de gorrita blanca deambula en su mente acariciando su mentón. Ahí dentro, ni ellos ni nadie habla, grita, se enfada, pide auxilio. Si acaso un par mira la pasmosa escena con el interés adormilado del que por la ventanilla atestigua la vida de siempre que lo llevará a casa un día más. El día en que el agua amenaza volver al Metro una pileta rabiosa que asfxia toda forma de vida, es un día cualquiera. No pasa nada. Y no pasa nada cuando afuera de Metro Tacubaya (y muchos más) serpenteamos por cientos de puestos, enjambre hediondo que viola la voluntad de caminar en libertad. Changarros sin agua potable asentados en charcos de aceite y anticongelante del ejército de peseros que hidrata a cucarachas y ratas que devoran. Entre la inmundicia que engendra un gobierno capitalino que abandona, degluten lo que sea: un sope, mango con chile, suadero.
Y tampoco pasa nada si es imposible prever tus tiempos: el Metro es un reloj suizo cuando se trata de cumplir en impuntualidad. Se detendrá en una estación y otra y otra, en lapsos anecdóticos, después molestos, luego insoportables, que van de segundos a minutos por decenas. Y tampoco pasa nada si la impudicia del ambulantaje exterior de la estación Auditorio (y tantas otras) lleva su metástasis al interior, y debemos avanzar a saltos para eludir puestos de gomitas, chicharrones, pilas, paletas.
Las 195 estaciones del transporte que mueve a la capital son un microcosmos del país. “Se disparan los robos a usuarios del Metro”, tituló una notita desapercibida de El Universal. Para mayo, los delitos casi se triplicaron en relación a enero. Día a día, este país es una especie que involuciona, y la gran ciudad colabora.
Y entonces, mientras en el lejano trono de la política preocupan las formas y en ellas despilfarra tiempo y dinero (“Capitalinos, ahora debemos llamarnos CDMX; no más DF”), las entrañas por donde se mueven 5.5 millones de ciudadanos se pudren. La anomalía se autoriza y promueve. Más insalubridad dirigida por hampones del ambulantaje que operan en libertad, más violencia contra ciudadanos inocentes, más fallas de infraestructura que ahogan sus andenes hasta la frontera del percance mortal.
Y AHÍ ES CUANDO ENTENDEMOS POR QUÉ EN AQUEL CONVOY DE ESTACIÓN PANTEONES NADIE GRITABA, NI SE ASOMBRABA, NI PEDÍA AUXILIO ANTE LA CATARATA. A FUERZA DE EXPERIMENTAR EL CAOS Y LA INMORALIDAD OFICIAL, EL METRO NOS VOLVIÓ SERES INANIMADOS .
Y ahí es cuando entendemos por qué en aquel convoy de estación Panteones nadie gritaba, ni se asombraba, ni pedía auxilio ante la catarata. A fuerza de experimentar el caos y la inmoralidad oficial, el Metro nos volvió seres inanimados, renacuajos de laboratorio sumergidos en cloroformo. Puede haber una detonación atómica frente a los ojos del anfibio, que los ojos cegados del animal mirarán igual que si un científico bosteza del otro lado del frasco.
La anomalía sistemática, en todas sus formas, que cada día denigra a la vida.