Viví en un tercer piso en Avenida Universidad seis años. Mi cuarto tenía un ventanal de piso a techo que en verano me freía como pollo rostizado y en invierno me despertaba desde las cinco de la mañana. A pesar de los inconvenientes, lo amaba con locura. Cuando el sol ya tiraba más abajo, me recostaba en la cama y, con las cortinas blackout totalmente abiertas, me ponía a observar el cielo azul grisáceo de la ciudad y la enorme palmera que cruzaba el centro del rectángulo.
A veces estar ahí se sentía como habitar otro mundo. Entre la ilusión de horizonte (no había edificios más altos que interrumpieran la vista), el calor y la palmera, el terreno estaba puesto para que el sonido repetitivo de los carros sonara como el romper de las olas de un mar a muchas horas de distancia. Las cosas que una hace para sentir que la vida urbana es soportable. El encanto no se rompía ni siquiera cuando al mirar con más atención la realidad citadina se hacía notoria: mi palmera estaba llena de palomas y ardillas e incluso uno que otro halcón que cerraba la cadena alimenticia.
Estoy convencida de que durante la pandemia esa vista me salvó de la locura. Asomarme a su verdor puntual me daba un poco de perspectiva, a pesar de que por abajo las ambulancias eran una constante: si ella había estado antes y estaría después de esto, también nosotrxs. Las falsas certezas de la esperanza.
Desde 2021, una brutal plaga de hongos se ha llevado poco a poco a las palmeras que desde los años 1940 le dan identidad a varias zonas de la Ciudad de México. Si en ese entonces ya un 30% de los 12,000 ejemplares estaban infectados, me imagino que ahora la sentencia de muerte debe ser total.
Tanto la plaga como las palmeras vinieron de otros lugares. Estas fueron importadas de África; el hongo, no se sabe de dónde. Es como si las palmeras hubieran escapado de su origen escondiéndose de algo y lo hubieran logrado por casi 100 años, hasta que el destino las alcanzó. Una por una asesinadas por la plaga y la incompetencia gubernamental para contrarrestarla.
La Ciudad está viviendo un cambio de look involuntario. El primer gran signo fue cuando en 2022 la palmera centenaria de la glorieta de Paseo de la Reforma tuvo que ser removida porque ya era solo un cadáver. Las demás palmeras tendrán que ser cortadas cada vez más rápido y algo deberá sustituirlas. Me pregunto si este réquiem por mi amiga no es parte de uno más amplio que abarcará cada vez más especies de árboles corroídos por pertinaces plagas importadas y propias, canículas, falta de agua. Ojalá no.