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Nunca le preguntes a una mujer si ha sufrido acoso

Nunca, nunca le preguntes a una mujer si a ella jamás la han acosado porque la respuesta, aunque ella lo niegue, es sí. Sí, todas y cada una de nosotras hemos sufrido por lo menos una vez en nuestras…

Nunca, nunca le preguntes a una mujer si a ella jamás la han acosado porque la respuesta, aunque ella lo niegue, es sí. Sí, todas y cada una de nosotras hemos sufrido por lo menos una vez en nuestras vidas de algún tipo de acoso.

Si lo negamos es porque lo minimizamos, lo normalizamos, lo superamos, nos culpamos, lo bloqueamos o lo maquillamos con nuestra narrativa, pero es un hecho: todas hemos sufrido acoso.

Y al poner en duda este simple hecho, al considerar que una mujer por ser privilegiada no conoce el acoso, la estás revictimizando, la estás poniendo nuevamente en la posición de juzgada y lo que en realidad necesita es aceptar que ha sido víctima y que lo ha minimizado, normalizado, superado, bloqueado o maquillado con su narrativa.

“¿A ti jamás te han acosado?”, pregunta mi interlocutor, al otro lado del teléfono.

Casi respondo en automático que no. Me quedé callada y entonces vino a mí ese recuerdo, esa fogata, ese sofá, ese miedo. Claro que había sido víctima de acoso y de uno fuerte; de verdad pienso que estuve a nada de que el fulano me violara.

Pero yo me había puesto en esa situación, yo había tenido la culpa por haber bailado con él, por haber bebido y coqueteado un poco, yo debí haber salido de ahí con mi amiga o en cuanto el tipo en cuestión comenzó a insultarme verbalmente porque me negaba a tener relaciones con él.

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La verdad es que no estamos preparadas para reaccionar ante una situación así. La verdad es que solo estamos preparadas para asumir que, si algo así nos sucede, es porque nosotros lo provocamos y no supimos cuidarnos.

Y entonces comenzamos a mentirnos para no volvernos locas, para no sentirnos usadas, para no sentirnos “una cualquiera”.

“La próxima vez no te dejo sola, te vienes conmigo sí o sí”, me dice mi amiga griega en su perfecto español.

Y entonces, sin darnos cuenta y sin replicar demasiado, vamos cambiando nuestras conductas. No salimos solas de noche, nos recriminamos por abusar del alcohol, nos vestimos de manera más recatada, para no llamar la atención.

Pero algo no debe estar funcionando en nuestra convivencia social cuando solamente las mujeres deben cuidar su forma de actuar, de beber y de vestir para no ser “provocadoras” de la violencia que los hombres infligen.

“Debiste haber salido del lugar en cuanto el tipo empezó a ser insistente y a insultarte”, afirma una de mis cómplices.

Cuando abro los ojos, la cara del exmilitar está casi encima de mi rostro. Prácticamente puedo sentir su respiración. Me pongo de pie, enfundo mis zapatos como puedo, recojo en un segundo el resto de mis pertenencias y salgo de la casa hacia el cajero de enfrente, mientras escucho alguno que otro improperio del franco-argentino.

Paro un taxi y le pido que me lleve a casa. Me costó 40 euros volver a mi hogar, a una cuadra de la estación de trenes de Marsella y sentirme, por fin, segura y a salvo.

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La velada había comenzado de manera muy casual. Un colombiano, amigo de mi amiga griega, nos invitaba a disfrutar de su chimenea para comer carne asada.

Éramos tres mujeres y dos hombres, la otra latina era pareja del anfitrión. Todos nos comunicábamos perfectamente en español. La salsa, las cumbias, los ritmos latinos se escuchaban en la sala y, tras unas cervezas, nos pusimos a bailar.

La casa se encontraba cerca de un Metro, pero no lo suficiente como para llegar caminando; estaba a las afueras de la ciudad portuaria y muy lejos del centro donde se encontraba mi residencia.

Ya avanzada la noche, la conversación seguía, ese hombre calvo y alto narraba sus experiencias como militar. Mientras lo escuchaba, recordaba mi aversión por los uniformados.

Mi amiga decide irse, yo decido quedarme sin saber muy bien por qué. Supongo que simplemente me la estaba pasando bien y, además, siempre me ha gustado conocer gente nueva.

No sé en qué momento de la reunión decidí que no quería más nada con el argentino; nunca nos besamos, no me sentía borracha y creía que podíamos seguir conversando un poco. Lo consideré prepotente e incluso algo aburrido, pero quizás por defecto de formación suelo pensar que cualquier persona puede enseñarnos algo nuevo todos los días.

Una vez que la pareja de colombianos subió a su recámara, poco a poco la conversación se desvió hacia lo sexual:

“¿Tienes novio?”. No.

“Entonces, ¿eres lesbiana?” No. Le respondí y omití mencionarle que me considero bisexual. Ya no quería seguir “provocando” su libido con mis historias de pareja y de cama.

“¿Entonces eres frígida?” … (no recuerdo haber respondido a esta pregunta).

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Jamás en mi vida me había sentido tan vulnerable y confundida. Hasta entonces nunca había tenido que dar una explicación “lógica y razonable” a la persona frente a mí para no querer involucrarme en una relación sexual.

Intenté dormir juzgando que ese sujeto era un adulto y había comprendido. Al menos eso era lo que deseaba creer, estaba nerviosa, pero me dije a mí misma que exageraba y que era más prudente quedarme ahí hasta el amanecer que salir corriendo en la madrugada en un barrio desconocido.

La fogata invitaba a acurrucarse en uno de los sillones grises. Cerré los ojos, dormité, los volví a abrir después de pasados algunos minutos, quizás logré dormir una hora… en realidad no lo sé, porque perdí la noción del tiempo.

No sé tampoco qué fue lo que me despertó, si el hecho de sentir su presencia casi sobre mi cuerpo, su respiración sobre mi rostro, sus ojos escudriñándome, o tal vez mi inconsciente que nunca dejó de estar alerta porque se sabía en acecho.

Tuve suerte de haber observado en mi camino de ida dónde se encontraba el cajero exactamente. Tuve suerte de que un taxi pasara inmediatamente después. Tuve suerte de no haber bebido de más esa noche. Tuve suerte.

Al día siguiente mi amiga se quejó con el anfitrión. Me confesó que al exmilitar lo había visto dos veces y que desde el principio le había parecido antipático. Durante mucho tiempo creí que la única responsable de aquel episodio era yo. Yo era la “culpable” de haberlo “provocado”. Yo debía aprender a ser más prudente y moderada: lección aprendida y capítulo cerrado.

“¡Eres una mojigata estúpida!”, fue alguno de los comentarios que me lanzó el joven alto y calvo desde la puerta.

La errada concepción sobre el romance y la seducción en los países latinoamericanos induce a que hombres y mujeres interpreten un no como un “quizás accedo si me insistes, así puede que sí”.

No quiere decir que en otras regiones y culturas no exista el machismo, pero se manifiesta de diferentes maneras y en intensidades muy variadas.

Al terminar mi doctorado, vuelvo a México en 2015, un país mucho más machista que Francia, donde residí casi por ocho años.

En mi país natal, por lo menos siete de cada 10 mujeres mayores de 15 años han sufrido algún tipo de violencia, el tema del acoso se vuelve omnipresente, casi cotidiano. Resulta prácticamente inevitable que en las aulas no se discuta el tema con mis alumnas y alumnos, se genera la controversia, a veces se llega a un punto de acuerdo.

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Entonces resurge aquella historia que me había esforzado en enterrar y, a la luz de la distancia, la veo con otros ojos. Ese hombre alto y calvo es un tipo violento que no sabe respetar a las mujeres.

No faltará quien insista –con cierta razón– que yo me puse en riesgo. Pero más allá de la responsabilidad que cada persona –no sólo las mujeres– tiene de cuidar su integridad, existe una regla básica de convivencia que a menudo se nos olvida: el respeto.

Afortunadamente, conozco a muchos otros hombres que sí saben respetar a las mujeres. Afortunadamente, he vivido muchas otras experiencias que me ayudan a reforzar mi confianza en ellos.

Recuerdo con gran respeto, por mencionar un ejemplo, a ese periodista palestino, corresponsal de la cadena televisiva saudí Al-Arabiya, que me invitó a cenar y a beber después de haberle realizado una entrevista para mi investigación doctoral.

En Francia me desacostumbré a los licores fuertes, pero en Ramala (la ciudad más cosmopolita de los territorios palestinos) eran más accesibles de precio y esa noche decidimos tomar vodka, mucho vodka.

Cenamos en un lugar pequeño y bebí un poco. Después fuimos a un bar con jardín y alberca y bebí mucho, demasiado. Creo que vomité llegando a casa y que me quedé dormida en el sofá de la terraza. Estoy segura de haber perdido mi pañuelo azul durante la juerga, pero no sé si lo dejé en casa del periodista, en su auto o sencillamente se cayó por ahí.

No recuerdo en qué momento o exactamente por qué accedí ir a su casa. Lo que sí recuerdo muy bien es que nos estábamos besando y que de pronto y sin motivo aparente, me entró un ataque de pánico. Le decía en inglés, en árabe y quizás también en español que no.

Le repetía una y otra vez que no, que no quería continuar, que me quería ir, que me llevara a mi casa. Y él lo hizo. Me calmó, me subió a su coche y me condujo hasta mi casa. Respetó mi decisión, respetó que le dijera que no quería tener relaciones sexuales con él, a pesar de estar completamente ebria; a pesar de haberme besado con él.

Sí, un periodista palestino –árabe y musulmán, aunque no muy practicante ni creyente– fue mucho más respetuoso conmigo que aquel latino que conocí en Marsella.

Nunca, nunca le preguntes a una mujer si a ella jamás la han acosado porque la respuesta, aunque ella lo niegue, es sí. Probablemente la pregunta correcta sería: ¿cuál ha sido tu peor acoso y cómo es que tú misma te cuentas esa historia?

Y tampoco le digas cómo debe sentirse al respecto por ese episodio, a cada una de nosotras nos afecta diferente, porque somos diferentes.


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