El dios del Antiguo Testamento es muchas cosas, pero sobre todo es un enojón malacopa que inmediatamente me hace pensar en varios de los patrones empleadores que he padecido a lo largo de mis días sin prosa; es decir: mis días como asalariado.
De empleados están llenas las calles. Empleados y exnovios y exnovias. ¡Ay, mis pajaritos enjaulados! El trabajo es un castigo. Un castigo divino, de hecho. Impuesto por Él gracias a que nuestros antepasados Adán y Eva se comieron la torta antes del recreo. Después del pecado original, se acabó la originalidad en el mundo y en cambio tenemos que anclarnos a prisiones de mamparas y sueldos quincenales con que hacernos de suplementos sabor al fruto de la sabiduría. Pienso en Teddy, el niño genio del cuento de Salinger que propone precisamente eso: vomitar la manzana del paraíso.
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“Maldita sea la tierra por tu culpa”, dice Dios Padre en la primera o segunda página de La Biblia (depende la edición de cada quién), luego dice —con voz gangosa, obvio— algo como que los hombres estaremos condenados a trabajar la tierra para obtener sus frutos.
Y en efecto, encerrado en el piso ocho de un edificio inteligente en Santa Fe, aquella sentencia terrible se hace más que evidente. Reitero: trabajar es un castigo. De alguna manera, entre la caza y la recolección y nuestros actuales empleos, pasaron veintiún siglos de almas en pena. Llámense arquitectos, contadores, periodistas o publicistas… todos nos asumimos expulsados del paraíso al momento de checar tarjeta o llenar hojas de tiempo. La cola en el banco, la ira del jefe porque está divorciándose, las jetas de los oficinistas que van tarde apenas si agarrados del tubo del Metro, el tráfico en periférico: imágenes del infierno contemporáneo.
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Los organigramas en las chambas también tienen arquitectura abismal. Estamos, amigos, en el infierno. Le pusimos una recepción y una recepcionista. Durante ocho años mi método de trabajo consistía en trabajar cuatro meses, ahorrar y renunciar para encerrarme en casa comiendo atún y esmerilando mi prosa. No sé si funcionó, no sé si valió la pena. Pero recuerdo con cariño esas mañanas de jueves en las que, crudo de besos largos, me paseaba por mi cama como un Adán que nombra las cosas para que estas existan. Ahora llevo tres años chambeando sin pausas. No he ahorrado lo que quisiera. No quiero renunciar tampoco, me he vuelto cobarde ante un porvenir sin dinero para las chelas o los libros de pasta dura o las pizzas con extra queso. La publicidad no es ya un obstáculo para que yo intente una nueva novela.
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Dije el otro día en facebook que trabajar es tan de la chingada que hasta tengo ganas de comprarme ropa nueva, un iPhone y un triple deslactosado light mocaccino extra hot venti casi cielo.
Ya mero es quincena
🙁
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