Cuatro de la mañana, año 2009. Recuerdo que pasaba por Cuauhtémoc a la altura de Parque Delta de madrugada, casi siempre medio pedón, y la imagen era siempre la misma: una fila sobre las escaleras esperando entrar a un restaurante todo menos pequeño. “La Casa de Toño”, se leía en el letrero. Todos los días con sus noches había fila en ese lugar. ¿Qué habrá ahí adentro? Qué hueva formarme para enterarme. Será otro día. Después supe que había otro en Cuajimalpa, con la misma fila ¡pero el lugar era más grande! Decían que vendían pozole y otras cosas. Ya lo probaré.
El día que por fin conocí La Casa de Toño las respuestas empezaron a caer una por una. La primera: la gente no tiene reparo en formarse porque la fila avanza de volada. Recuerdo que me antecedían más de 20 personas y no tardé más de 10 minutos en tener una mesa. ¿Cómo es posible? El servicio, la primera clave. Un desfile de meseros veloces y atentos. Solían entregar un menú en hoja vertical, como el de cualquier taquería (hoy el menú está pintado en la mesa: ahorro, practicidad). En efecto, era un lugar para comer pozole: grande o chico; de pollo o cerdo o surtido. Después probé el vegetariano (que es fantástico), en el cual sustituyen la carne por hongos y flor de calabaza. Su clientela era variada. Oficinistas entre semana, familias en fin de semana, borrachos en las madrugadas. La estrategia: volumen, volumen, volumen. Si atiendes rápido, atiendes a más personas y vendes más. No necesitas cobrar caro. La cuenta promedio debe andar alrededor de los 90 pesos por persona. La Casa de Toño le ha de dar unas cinco o seis vueltas diarias a su cupo.
No es ni será el mejor restaurante mexicano, pero está muy lejos de ser malo. La estructura en cuanto al servicio es perfecta. Velocidad, eficacia y un sistema estandarizado de muy buenas salsas, guarniciones y platillos. Segunda clave: todo sabe siempre igual; es comida de fonda llevada a un nivel más confiable: consistente, higiénico, y sí… es rico. Podría ser una muy buena primera parada para un extranjero que visite el país. Un muestrario bastante digno que, ooobviamente, ya tiene sus imitadores.
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Toño empezó su negocio en la cochera de casa de sus padres en Azcapotzalco. Al cierre de esta edición, Chez Antoine tiene ya 46 sucursales. Dos de ellas (Zona Rosa y Narvarte) aún tienen servicio las 24 horas (que es como se ganaron fama en un principio). Tercera clave: han sido muy inteligentes en extenderse por zonas de distintos niveles socioeconómicos. Desde Arcos de Belén y Ermita hasta Coyoacán y Polanco, siempre con éxito. Entendieron también que no era necesario tener una bodega gigante para atender a más de 300 comensales simultáneamente, y entonces entraron en pequeños locales en plazas (plazas: cuarta clave), como Portal Vallejo, Plaza Metrópoli o Plaza Jardín-Nezahualcóyotl. Genios. Ampliaron su menú de pozole, flautas y tacos para ofrecer también enchiladas, enfrijoladas y ahora desayunos, que deben costearse de maravilla. Además venden por Uber Eats (quinta clave, un boost económico al imperio) y hay que decir que el sistema de empaquetado para la entrega a domicilio es ejemplar. El caldo del pozole viaja en cubeta, mientras que las guarniciones van aparte. Personalmente creo que las quesadillas fritas llegan muy bien también. Punto a favor versus cualquier taquería.
Es probable que en cada trayecto encuentres uno por ahí y tal vez para cuando leas esto ya exista la sucursal 47. No es el primer restaurante que se extiende como plaga en esta ciudad, pero tomando en cuenta que supera en calidad (y en valores nutricionales) a cadenas omnipresentes como McDonald’s, Starbucks, Burger King o Italianni’s, vale la pena aplaudir el trabajo –y vaya que hay trabajo detrás– de un grupo de chilangos que han sabido vender buena comida mexicana a precios muy accesibles y con un servicio impecable, algo que no se ve mucho en estos días. Bravo, Toño.
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