Esta no es la historia de cómo mi papá “se fue por cigarros”, pero hay que empezar por ahí. No, mejor no; solo diré que mi mamá llevaba desde febrero de ese año encerrándose las tardes enteras en su cuarto, y que yo la escuchaba llorar un llanto desbordado por debajo de la puerta; solo diré que nos habíamos tenido que mudar, ella, mis hermanos y yo, a una casa viejísima, húmeda, sin gas, con pasillos largos habitados por fantasmas (reales o no), a la que le pegaba poco el sol; solo diré que dejé de ser niño-niño a los nueve, y que en el naufragio que fue todo aquello, mis hermanos menores pudieron rescatar solamente ciertas partes de su respectiva infancia: más llanto y la ausencia que vive en el juguetero.
De modo que no, esa primera Navidad como “niños sin papá” (título que los hermanos maristas de la escuela se empeñaron en hacernos aprender con cada célula) no fue fácil.
Mi padre no había dejado de mandar dinero, pero mandaba poco, y era más bien cuentachiles. Su aportación bastaba apenas para la renta, y el trabajo de maestra de kinder de mi mamá sacaba el resto de los gastos, pero apenas. Parte del llanto de mamá era saber que, a la vuelta del mes, vendría por lo menos una semana de puro arroz, frijol y angustia sólida, y que ella no podría hacer nada más que endeudarse un poco más, esperando que en algún momento le cayera un milagro.
Y, como el lector suspicaz habrá sospechado, el milagro llegó, y llegó dos veces, ambas vestido de Navidad. La primera, de manera espuria. Un día de diciembre, mi mamá fue al banco y no pudo creer el saldo que le arrojaba la pantalla. Supongo que, luego de meses de ansiedad, ver una cifra que era para ella exorbitante fue suficiente; supongo que se imaginó un aguinaldo extraordinario, algún bono, algún regalo. No pensó que fuera mi padre, porque ese wey siempre llamaba para notificar (con algún chantaje) los depósitos, cosa que no había ocurrido. Y no había forma de que ese hombre, que lo único que hacía con cierta certeza era avisar que ya teníamos SU dinero, se olvidara. O al menos eso eligió creer mi mamá (creer: después de todo, era casi Navidad) cuando utilizó ese dinero extra para pagar deudas y cuentas y hasta para llevarnos por una hamburguesa.
Pero ya dije que este fue un milagro espurio: no se trató de un bono ni de un aguinaldo gordo, sino de una cosa mucho más navideña: mi padre sí había depositado “para los regalos de los niños”, pero no avisó porque se le cruzó una cenita godín de fin de año. Así que llegó el 20 de diciembre y mi mamá no sabía cómo iba a hacer Santa Claus para conseguir los cochecitos y los legos y quién sabe cuánta cosa más que sus hijos esperaban con ansia, acaso con más ansia que nunca.
Ese año, y gracias a un milagro que no era tal, me enteré de la auténtica naturaleza de Santa Claus, de su avidez por hacerse desaparecer, de su dependencia en los contratos de divorcio. Mi madre me sentó solo en la sala y me lo dijo así: “R., tienes que saber que Santa Claus no existe, que somos tu papá y yo. Y que este año ni está tu papá ni yo tengo dinero, así que Santa Claus no vendrá”.
Me levanté de ese sillón y supe con absoluta claridad que mi niñez había terminado.
Durante un par de días, traté de ayudarle a pensar cómo compensar la cosa. Conseguir dulces, dejar vales en los que Santa prometiera regalos para Pascua, cosas así. Pero veía a mi mamá derritiéndose de dolor con cada propuesta, con cada ojear a mis hermanos todos incautos hablando de los regalos que estaban por recibir.
Llegó el 24 de diciembre y no sabíamos qué iba a pasar. No teníamos ni siquiera una cena especial, nada. Y entonces ocurrió el segundo milagro, el auténtico.
Tocaron la puerta de la casa, que era de metal y sonaba como trompeta del apocalipsis. Cuando abrimos, Juan, un vecino al que casi nunca habíamos visto, estaba parado en la calle con una sonrisa enorme.
“¡Niños! ¡Niños vengan! No van a creer lo que pasó…” Mis hermanos siempre tuvieron los ojos grandes, pero recuerdo que ese día se les volvieron estrellotototas. “Santa me habló y me dijo que este año se confundió, pero que sus regalos los dejó en mi casa. Vengan, estamos a tiempo para cenar”.
No sabíamos qué hacer. Volteamos a ver a mi mamá, que ya llevaba en la cara una lágrima que se confundía con la improbable escarcha de una Navidad en el entonces DF. No dijo nada: caminó como zombie, llevándonos por los hombros, hasta el zaguán de junto.
Nunca supe bien qué pasó, cómo se enteraron: supongo que los llantos de mamá no solo se desbordaban dentro de la casa, supongo que se le escapó alguna confesión involuntaria en la tiendita. No lo sé. Sé solamente que en la cochera de junto había una mesa grande con comida de todas índoles (lomo, bacalao, romeritos, sí, pero también botellas de refresco, papitas, dulces), todo en diferentes tuppers, y todos los vecinos de la cuadra, con los que también habíamos cruzado apenas palabra, nos esperaban. Al fondo, regalos envueltos para cada uno de nosotros, y otro para mi mamá, con su nombre, con los nuestros, con moños de colores disparejos, junto a un arbolito hechizo.
Recuerdo que todos los vecinos, en fila, nos felicitaron a todos. Y recuerdo que mi mamá le agradeció a Juan, casi llorando. Y recuerdo la respuesta de Juan: “Qué me agradece a mí, señora, si no pude convencer a Santa Claus de llevarle los regalos hasta su casa”.
Lo que no recuerdo es qué había dentro de las cajas envueltas. Pero tampoco importa.