Fui a un evento organizado por HBO en el que transmitieron, en vivo y en sendas pantallotas, el histórico capítulo final de Game of Thrones. Hasta ese momento yo no había visto ni cinco minutos de la serie, sin que por ello me sienta moralmente superior a quien sí le ha dado afectuoso seguimiento. En todo caso es imposible no conocer superficialmente de qué va GoT ya que todo internet es un enorme Previously on, que por medio de memes, tuits, GIF y spoilers nos ha ido narrando la trama. Cuando arrancó el capítulo final yo pensaba: “Ah, mira, ahí está la del meme”, “Oh, el sujeto del sticker que tanto usaba hace un mes”, “ahora entiendo ese GIF”. Me pasó un poco como con los openings de las telenovelas mexicanas, que en escasos segundos dejan muy claro quién es quién y quién odia a quién y quién ama a quién. Disfruté el capítulo desde mi ignorancia. En una de las salpimentadas charlas entre héroe y enano aproveché para ir al baño.
En la antesala al evento había una réplica del puntiagudo trono donde la gente podía tomarse la foto actuando como si fuera el mero mero, diversos dioramas para la selfie de más de 100 likes, una cabeza de dragón saliendo del suelo (también p’al Face), un laberinto lleno de edecanes disfrazados como White Walkers, puestos de nachos y palomas.
En mi camino al baño todos estos eventos que apenas hace un momento estaban atiborrados de gente haciendo fila ahora se encontraban desiertos. Yermos, es la palabra correcta. En esto vi una señal. Absolutamente todos los actos humanos están destinados al olvido. En los tiempos que corren, además, todo tiene prisa por ser olvidado. Vi cómo metían a la enorme cabeza de dragón detrás de las casetas para pagar el estacionamiento. Qué triste escenario. Los White Walkers fumaban sentados en las escaleras, sudados y pensando en que la siguiente semana tendrán que ser pikachus o alguna otra cosa. Recuerdo cuando vi que pasaban Lost en español a las 9 de la mañana en canal Fox, desposeída de todo glamour. El destino final de muchísimos de los contenidos por los que la gente se apasiona hoy en día es ese. Todo se resume en ver Avengers: Endgame en un camión ADO rumbo a Cuernavaca. Nada permanece, pero a la par nos atiborran con contenidos fatuos. Nos tocará ver remakes de las películas de Harry Potter. El nuevo Hombre Araña. El Nuevo Batman. La nueva Wolverine. El problema es que nosotros, los espectadores, no nos estamos volviendo más jóvenes entre temporada y temporada.
A mi regreso a la sala, ya sin la carga del chis, Drogon demuestra valores de comprensión crítica y ética fundiendo el trono con su aliento. Luego viene una evidente crítica a la democracia. El chistoso nacimiento de una nación. El Héroe termina donde empieza. Hay un guiño al final de La Odisea. Suena la pegajosa canción. Todo es material de memes. Es decir, material de olvido. Fue una sensación muy rara que no hubiera extensos créditos finales.
Bueno. Ya está. El fin.
Y lo más vil: fuimos
el público que aplaude o bosteza en su butaca.
Como dice Octavio Paz en un poema.
Originalmente yo quería escribir esta columna acerca de un sujeto que se paró para ir a rellenar sus nachos y se perdió la muerte de Daenerys y la elección de un nuevo Rey. O sea, su pasión por Juego de Tronos no era mayor que su pasión por las frituras con queso. Repito: disfruté la experiencia desde mi ignorancia. En las pantallas que hay en mi camino a casa veo de reojo que el América queda eliminado. Veo que a los cuantos minutos la gente está enojada porque no les gustó no solo el final de la serie sino toda la última entrega de capítulos. Están juntando firmas para que se filme todo de nuevo. Sospecho que ese grupo de entusiastas se dieron cuenta demasiado tarde que eran aficionadas a un melodrama. Y no olvidemos que el melodrama no es sino un reflejo del tedio de la civilización.
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