Texto de Jimena García García, colaboradora de la Coordinación para la Igualdad de Género en la UNAM
En un curso de literatura, donde leímos a varias autoras contemporáneas, hubo un cuento que detonó un interés especial entre el grupo, el cual estaba conformado únicamente por mujeres. Ese cuento se titula “La mujer de Lot” y forma parte de El ángel de Nicolás, libro que reúne varios textos de la escritora mexicana Verónica Murguía.
En “La mujer de Lot”, Murguía revisita la anécdota bíblica de una familia que logra escapar de la destrucción de Sodoma, gracias a que el padre, Lot, recibe una advertencia de origen divino. La posibilidad de huir, no obstante, lleva consigo una instrucción: Lot y su familia deberán alejarse de Sodoma sin voltear la mirada atrás en ningún momento. Sin embargo, la esposa de Lot (cuyo nombre no se menciona en el texto bíblico), desobedece esta indicación y, al voltear la mirada al momento de la huida, se convierte en un pilar de sal.
En su cuento, Murguía toma esta historia bíblica desde una perspectiva contemporánea y decide narrar los acontecimientos a través del punto de vista de esa mujer, el cual no está esbozado en la fuente original. Al reimaginar al personaje de la mujer de Lot, Murguía transforma la historia en una reivindicación del deseo (y, en específico, del deseo femenino).
Para hacer este ejercicio de reescritura, la autora tuvo que plantearse una serie de preguntas: ¿qué siente ella, esa mujer que se ve obligada a huir del lugar donde habita?, ¿qué desea?, ¿cuál es su historia? Y, sobre todo, ¿cuál es el motivo de su desobediencia? En la voluntad de hacerse esas preguntas y de imaginarse algo que va más allá de lo que cuenta la historia original sobre esa mujer, hay un gesto transgresor.
Ellas y nuestro presente
Una mujer que se convierte en un pilar de sal. Una mujer con cabello de serpientes. Una mujer que teje durante el día y desteje por las noches. Una niña que lleva pasteles a su abuela y viste una capa roja. Una diosa con falda de serpientes. Una mujer que desafía a la autoridad para darle sepultura a los restos de su hermano. Las historias de todas ellas, de orígenes tan interesantes como diversos, han recorrido siglos por los caminos de las voces y el papel. Medusa, Penélope, Coatlicue, Lucrecia, Salomé, Malinche, Antígona, María, muchas otras.
Sus historias han circulado por la literatura y el arte, y en nuestro contexto han llegado a ser un campo fértil para que varias escritoras cuestionen cómo se ha representado a las mujeres o cómo se ha pensado el ser-mujer desde los discursos literarios, religiosos, históricos, etc.
Ejemplo de lo anterior es el libro Lucrecias, escrito en colectivo por las autoras Diana del Ángel, Brenda Navarro, Alejandra Eme Vázquez, Gabriela Damián y Alejandra Arévalo. En este ensayo que no esconde la rabia con la que fue escrito, las autoras critican duramente las representaciones artísticas de Lucrecia, un personaje de la historia romana cuya violación y posterior suicidio han sido tema de varias pinturas y obras literarias. “¿Por qué se apropian de ti con esa ceguera que nos entorpece la vida?”, dicen las autoras.
En realidad, no solo hablan de la apropiación que se lleva a cabo a través del arte, sino de una apropiación que permea todos los ámbitos en los que se representa a una mujer y su historia desde un ángulo patriarcal. Y tampoco hablan sólo de Lucrecia, aunque Lucrecia sea el detonante. Hablan, en el fondo, sobre el abuso sexual y los discursos misóginos que suele haber en torno a él y en torno a las mujeres que lo han sufrido, donde se escudriña su vestimenta, su aspecto, su forma de seguir con su vida tras ese hecho. Hablan también del contexto de violencia feminicida de nuestro país.
Mito y reescritura
“El mito es una cosa terrible” dice la escritora mexicana Cecilia Eudave en uno de sus cuentos, a propósito de la “mala fama” que tiene el personaje mitológico que reimagina en dicho texto: Medusa, conocida por tener serpientes en lugar de cabellos y por convertir en piedra a quien la mire directamente (Medusa es, además, un personaje que el feminismo ha revisitado en más de una ocasión).
En las poquísimas líneas de extensión de su cuento, Eudave imagina otra verdad para Medusa: en su versión, no se trata de un ser despiadado en espera de petrificar a quien se le atraviese, sino de una mujer que rechazó a muchos hombres, lo cual originó el mito que la retrata como un monstruo.
Los hombres, dice Eudave, al ser rechazados por Medusa “se iban con el corazón petrificado y roto”, y ese fue el detonante de su mala fama. El texto de Eudave tiene un tono humorístico, pero no por eso deja de poner sobre la mesa ciertas reflexiones sobre lo que ocurre con las mujeres cuando no son complacientes con la voluntad masculina.
Además de la mitología clásica, el terreno de los cuentos populares también ha sido explorado desde la reescritura. La autora inglesa Angela Carter, en su libro La cámara sangrienta, revisita historias como “La bella y la bestia”, “Caperucita roja”, “Barba Azul”, etc., desde un ángulo desprejuiciado que explora temas como la sexualidad, el deseo y la libertad en más de un sentido.
Las historias de Carter tienen una ambientación gótica y un erotismo que las aleja de la función moralizante a partir de la que suelen entenderse los llamados “cuentos de hadas”. Las mujeres que protagonizan los cuentos de Carter pueden ser irreverentes, astutas, desinhibidas, curiosas, asertivas y, sobre todo, expanden el papel que les fue dado en la historia original para dar cabida a otro tipo de experiencias y sentires, muchas veces vinculados con el cuerpo.
Colectivizar la reflexión
No alcanzaría este espacio para mencionar todos aquellos textos literarios donde una escritora ha decidido mirar la historia de otra mujer (ya sea ficcional o real) con una curiosidad transformadora. Con frecuencia el resultado de este ejercicio son textos que no sólo interactúan con el personaje que revisitan, sino con aquellas ideas sobre el ser-mujer que ese personaje ha representado (directa o indirectamente). Estos textos pueden detonar reflexiones, cuestionar un orden establecido que por lo general tiene que ver con el género o, simplemente, ser un espacio donde las lectoras podemos encontrar un eco de nuestros sentires, preguntas y experiencias.
No creo que sea gratuito que “La mujer de Lot” fuera el texto más discutido en ese curso del que comencé hablando al principio de esta reflexión. Pienso en el grupo de mujeres que leímos ese cuento y en la conversación que detonó. De ese recuerdo salta a la vista la potencia que puede tener acercarnos en colectivo a este tipo de textos (las autoras de Lucrecias incluso llevaron esta colectividad al terreno de la escritura, un oficio que suele llevarse a cabo en solitario). Leer y reflexionar acompañadas. Escuchar, juntas, los silencios en las historias de otras. Dialogar y compartir. Así también formamos parte de esa red de historias, de su potencia transformadora y su poder para invocar una habitación llena de mujeres conversando.