Estando ya noviembre pisándonos los talones no puedo evitar pensar en qué me gustaría tener en mi altar de muertos cuando ya no esté en este mundo.
Es frecuente que a las y los chefs se nos pregunte qué menú sería el último que quisiéramos comer en nuestro paso por la vida y para sorpresa de nadie, pocos mencionamos algo rebuscado o rimbombante. Todo mundo orbita a lo reconfortante, a lo sencillo, al platillo que envuelve el recuerdo de lo feliz de su existir, algunxs eligen un trozo de pan con mantequilla de suprema calidad y una copa de vino. Al final creo que la muerte es convertir la complejidad de la vida en un momento de sencillez para quien se va.
Para mí hay un platillo que me encantaría tener en mi altar y que envuelve mi relación con la cocina, la vida, mi infancia y mi rutina familiar como un todo: el pollo con pimiento de mi madre. Ella preparaba el pollo en salsa de pimiento con queso amarillo que siempre me hacía sentir que ese día era especialísimo. Sé que lo preparaba porque era algo sencillo de hacer: licuar la salsa, dorar el pollo y hervir todo junto por unos minutos para darnos de comer algo rápido pero para mí sabía a fiesta.
Mi madre trabajaba muchísimo, pasaba del trabajo por nosotros a la escuela, nos daba de comer y volvía a su consultorio, muchas veces ella sin haber comido porque arreglaba algunos pendientes de casa o las tareas. Pero ese pollo implicaba siempre tener minutos extra para pasar a comprar bolillo a la panadería que estaba en la ruta entre la escuela y la casa y tener la fortuna como hija mayor de ser quien podía tomar la gran charola metálica y las pinzas para elegir el pan, buscar el más apetitoso que estuviera dispuesto en esos muebles de madera por los que a través de la ventanita por la que no podías ver hacia adentro alguna persona desconocida aventaba bolillos recién hechos y calientes que podías elegir.
Después, formarse para pagarlo y en la espera fantasear con la salsa de pimiento que cubriría el migajón patinándolo sobre la superficie del plato, para las piezas extras buscar otro destino, tal vez molletes o si tenían en casa aguacate maduro una torta de jamón, aguacate, jitomate y queso fresco. Ese pan era pura posibilidad y antojo.
Me fascina ese ritual que se da en las panaderías donde la gente espera que elijas el que será TU PAN, pero con la suficiente presión social para hacerlo rápido para que no acapares todas las mejores piezas. Es en la panadería donde atravesé ese ritual hacia la adultez por allí de mis seis o siete años cuando mi abuela dijo: “Agarre, mija, una charola y vaya por el bolillo mientras voy por el pan dulce”. Recuerdo mis manos sujetando las pinzas, abriéndolas y cerrándolas frenéticamente, la otra mano tomando una charola que era casi de mi tamaño y yo con nervios pensando ¿cómo se elige un bolillo?, ¿cuál es el bueno? y ver por primera vez una cascada de bolillos calientes que se deformaron cuando los apreté con mucha fuerza con las pinzas.
Recuerdo la voz de una mujer sin rostro decirme: “No aprietes tanto o lo rompes, ese ya déjalo, busca los que tengan la pancita abierta, como con fleco parado, que no se vean ni muy güeros ni muy quemados, pero cuida que los presiones y se oiga un crujido, para que estén crujientes y no aguados”, y luego se fue a buscar su pan, esa mujer no lo sabrá nunca, pero me convirtió en la nieta que siempre supo elegir pan porque los traía crujientes sin aplastar.
De allí salté a la tortillería donde la primera pieza era para mí con sal y aguacate porque había envuelto muy bien con el trapo de cocina limpio el precioso cargamento. Empecé a hacerme cargo de los complementos de la comida y yo me sentía importantísima.
La panadería se convirtió para mí en el lugar donde la cocina y la posibilidad empezaron, ese espacio donde se plantó la semilla que me llevaría a buscar en la cocina un lugar para crecer, ese sitio donde finalmente florecí.