Pensar en las fiestas de fin de año es casi sinónimo de ir al pasado, específicamente al pasado de la infancia. Esa época mágica en la que no había que ir a la escuela y en vez de clases mis días pasaban entre ver a mis primas y primos casi a diario, comer platillos especiales, dulces, ir al parque, a las posadas, pegarle a las piñatas, comer más dulces y, lo mejor de este mundo capitalista: tener juguetes nuevos.
Para mí y para mis hermanos, Navidad nunca fue sinónimo de regalos; mis papás no nos forjaron la idea de Santa Claus, “porque era un producto muy comercial y extranjero”, siempre nos compraban ropa formal para estrenarla en la cena de Nochebuena y en Año Nuevo. Pero los Reyes Magos… de esos jamás quise investigar qué tan comercial y extranjera podría ser su procedencia, porque eran los proveedores de los mejores regalos de todo el año.
Fui ignorante del origen de estos regalos hasta los 11 años, cuando el profesor de sexto de primaria me reveló ese gran secreto y me rompió esa ilusión de que aparecieran mágicamente regalos encima de los sillones de la casa cada 6 de enero: mi hermano mayor tenía el sillón de tres plazas, yo el de dos y el menor el de una. Por fortuna la cantidad de regalos no obedecía al tamaño de los sillones, esos reyes siempre fueron bien equitativos. Es más, a veces pedíamos regalos en conjunto cuando eran cosas más grandes. Esos, decía mi papá, los llevaba Baltazar en su elefante. No veía falla en esa lógica.
La emoción/desilusión entre las grandes sorpresas y las decepciones era algo que cada vez controlaba mejor: jamás tuve una Barbie, pero me dieron una Mandy; nunca nos dieron el Domino’s rally, pero no dieron un dominó cantinero que terminamos jugando con mi abuelo; nunca tuve el hornito mágico ni la máquina de raspados con fiesta de sabor (y aquí que levante la mano todx niñx con la misma frustración). Gajes del oficio de escribir mal en las cartitas o de no exigir la atención de mis papás mientras pasaban los anuncios de juguetes cuando veíamos a Chabelo los domingos en la cama.
En ese universo de los años 80 y 90 no existía Amazon ni el Buen Fin; para poder comprar los juguetes exactos a precios bajos había que ejecutar ciertos trucos. Mi mamá era la encargada de darnos de cenar, hacía una breve interrogatorio de qué le íbamos a pedir a los reyes, se aseguraba de que en la cartita anotáramos lo mismo que dijimos anteriormente, de que la metiéramos en el zapato boleado (de que boleáramos el par) y de que estuviéramos dormidxs antes de las nueve. Mi papá copiaba rápidamente las cartas y ambos salían con la lista a comprar los juguetes esa misma noche porque era cuando había descuentos.
La Comercial Mexicana daba los mejores precios, ofrecía un 50% de descuento después de la media noche. Iban a la de La Viga, llegaban temprano para encontrar todo o la mayoría de los juguetes indicados en las cartitas, a veces dictaba la disponibilidad, a veces el precio accesible, y esperaban con el carrito cerca de las cajas.
Pasando la media noche, anunciaban el descuento habitual por el altavoz, pero una de esas noches solo avisaron que darían el 30%. Quienes año con año iban ahí y sabían que usualmente era el 50%, se unieron formadxs en las cajas y gritaron: ¡50! ¡50! ¡50!
Pasó media hora. Nadie pagó. Seguían pidiendo el otro 20% hasta que accedieron a dar el 50% habitual. Fue una victoria colectiva que acabó en una porra para la Comercial Mexicana y cientos de padres y madres felices.
Con tres hijxs, mis papás habría tenido que dejar algunos juguetes porque no alcanzaba el dinero para llevar todos. Nunca me trajeron exactamente lo que pedí, pero no recuerdo días más mágicos que los 6 de enero.