La miras desde las alturas de un avión y parece una obra de Jackson Pollock: una maraña indescifrable de líneas obsesivamente entrecruzadas hasta la saturación y la locura. También podría ser un Felguerez interminable. En el horizonte, sobre la nata de humo, se puede distinguir todavía la obra siempre inacabada del Dr. Atl y de José María Velasco.
Acercas el zoom y empiezas a descifrar otros colores y formas; las azoteas como cuadros de Gunther Gerzso, los rascacielos como descendientes de las torres que Mathias Goeritz colocó en Ciudad Satélite y, al ras de las calles, personajes salidos de los cuadros de Diego Rivera, José Luis Cuevas, José Clemente Orozco y Daniel Lezama, que se mueven y van dejando un rastro de su paleta de color. Allá va una señora en su auto maquillándose como un Siqueiros y, saliendo de aquel edificio trazado por Juan O’Gorman, cientos de personajes de Abel Quezada que se mezclan con vendedores ambulantes dibujados por Gabriel Vargas.
A su lado derecho podemos observar una escena viviente de Buñuel y, de este otro lado, vemos un aparatoso accidente dirigido por González Iñárritu y fotografiado por el Chivo Lubezki. Si queremos mirar el cielo azul, debemos cerrar los ojos y recordar las películas del Indio Fernández fotografiadas en blanco y negro por Gabriel Figueroa.
Bajo tierra, en el Metro, los rostros se «apicassan» en el cubi mo de la hora pico y, convertidos en una misma maraña, terminan como gruesas pinceladas de Van Gogh aplastadas sobre las ventanillas de cada vagón.
La ciudad como una obra de arte: en cada puesto del mercado hay un cuadro de Olga Acosta; en cada caja de zapatos, un Gabriel Orozco en potencia; en cada tendedero de azotea, un Abraham Cruzvillegas que podría valer miles de dólares en zona Maco. En las oficinas burocráticas tratas con cubos de Sebastián parlantes, y en la Alameda Central todavía es posible que te encuentres a la Catrina de Posada de la mano de Frida Kahlo. La ciudad como una galería interminable de epifanías y desgracias, como un cuadro en llamas de Brueghel o El Bosco.
«La ciudad como una obra de arte: en cada puesto del mercado hay un cuadro de Olga Acosta; en cada caja de zapatos, un Gabriel Orozco en potencia»
El arte se escurre por las paredes de los edificios y aparece en las bardas que cubren los terrenos baldíos. Etiquetas de artistas adolescentes se agolpan sobre las señales viales, poemas y tipografías excéntricas aparecen en los muros. La ciudad canta a través de sus músicos y poetas callejeros. Extrañas construcciones se levantan entre la grisura del concreto a las que los habitantes llaman «El Dorito» o «El Pantalón».
Un viejo «caballito» hecho de una aleación de bronce se mueve de plaza en plaza a través de los siglos. Un mural de Diego Rivera cruza la calle para cambiar de morada. El ayate de un indio chichimeca se pinta solo con la tintura de unas rosas.
No hay que entrar a un museo para mirarlo; la ciudad es el museo, «el museo más grande del mundo». Un museo que está vivo y cuya curaduría es un trabajo de multitudes que día a día plasman en su lienzo de concreto esa visión apasionada de la vida y de la muerte, del amor y la crueldad que tanto encanta y conmueve a los turistas.
Barroca y surrealista, abstracta y naif, minimalista y rupestre, la ciudad obra de arte, aunque sea de «arte objeto», mezcla a cada instante de su acuarela el óleo con la acuarela y todo lo sobrepone, como los carteles en los postes que se resquebrajan unos sobre otros, formando texturas imposibles.
Difícil saber qué papel jugamos en este museo insoportable. Si somos trazo o pigmento, si acaso somos personajes de la obra o solamente parte del paisaje. Si somos instrumento o intérprete, materia prima de la obra que vemos o testigos de la obra que somos. Solo sabemos que nuestros sueños los pintan Leonora y Remedios, Dalí y Magritte. La obra no se explica a sí misma, requiere del espectador para cobrar sentido. Nadie ha visto nunca la misma ciudad y nadie la vuelve a ver igual, porque la ciudad transforma para siempre a quien la ve, como se transforma quien mira el Guernica de Picasso o La noche estrellada de Van Gogh.