En la calle de Cruz Verde, casi esquina con Real de los Reyes, en Coyoacán, hay una fondita dirigida por un grupo de mujeres luchonas y chingonas (Isabel, Margarita y María de la Luz), encabezadas por la abuela Ángeles, quienes todos los días alimentan a la diversa fauna que anda por ahí: maestros, burócratas, policías, músicos y demás habitantes del viejo pueblo de Los Reyes.
Como en muchas fondas de esta ciudad, uno puede comer sopa, arroz o pasta, un guisado y gelatina con rompope por $55. Pero no solo eso, doña Angelitos, siempre de buen humor, le habla con ternura y afecto a los comensales: ¿qué vas a querer, mi amor?, nos pregunta; ¿quieres que te traiga unas suavecitas, mi vida?, y todos los que llegamos ahí, agobiados por la vida y el trabajo, recibimos sin merecerlo su abrazo maternal y salimos con la barriga llena y un poco menos enojados con el mundo.
Después de hacerme cliente frecuente, empecé a llamarle «La Fondita del Amor» entre mis familiares y amigos. Un día, en una entrevista para Chilango, dije que era de mis lugares favoritos de la Ciudad de México y, bueno, seguro lo estuve diciendo por aquí y por allá. Un día llegué a mi fondita y había globos y pastel. Angelitos y compañía me invitaron a pasar muy sonrientes y me mostraron sus nuevos delantales con el nombre que le había puesto a su lugar: «La Fondita del Amor». Ellas decidieron que su fonda ya se merecía un nombre y eligieron el que yo le puse. Me conmoví hasta las lágrimas porque mi fonda es una extensión de mi casa.
Desde entonces Doña Angelitos y su nieta «Mich» me permiten comer doble postre y a mi gelatina le echan más rompope que a la de los demás. En La Fondita del Amor ha pasado de todo: ahí fue la primera vez que nos volvimos a reunir mis hijos con su madre y conmigo después de años de no poder compartir una mesa, ahí me he encontrado con grandes amigos y con grandes desconocidos que terminamos charlando mientras vemos lo que haya en la tele, que puede ser una serie de adolescentes del Disney Channel, un programa sobre perritos del Animal Planet o un capítulo de María de todos los Ángeles.
«Quiso Dios o el destino que ese día en la tele de La Fondita del Amor estuviera sintonizado el Canal 22 y que justo a media sopa comenzara la transmisión de un documental sobre el 2 de octubre de 1968»
Mientras algunos amigos recomiendan a los visitantes extranjeros comer en el Pujol, yo sugiero sin dudarlo La Fondita del Amor. El otro día tuve una experiencia difícil de digerir, incluso estando en La Fondita del Amor. Llegué a comer solo y estaba jugando Clash Royal (un jueguito del celular del que mis hijos eran adictos y ahora yo lo soy y ellos ya no) cuando vi que en la mesa de al lado se sentó un policía federal. A mí ya de manera patológica cuando veo a un policía me dan ganas de correr, pero en este caso la fonda
funcionaba como un territorio neutral entre alguien como yo, descendiente de Armándaro Valle de Bravo, y él, representante institucional de la represión y el macanazo.
Quiso Dios o el destino que ese día en la tele de La Fondita del Amor estuviera sintonizado el Canal 22 y que justo a media sopa comenzara la transmisión de un documental sobre el 2 de octubre de 1968. Desde las primeras escenas de estudiantes corriendo en la plaza de las Tres Culturas supimos que venía un momento complicado. Han pasado 50 años de ese momento trágico en la historia y la herida parece que sigue abierta.
Las imágenes de la represión y de los estudiantes heridos o muertos humedecieron mis ojos y me cerraron la garganta; la sopa se enfrió y, como era inevitable en cierto momento, el policía y yo nos miramos con el rostro descompuesto, sin saber qué pensar el uno del otro.
Ese día ni el cariño ni la sazón de doña Ángeles pudo con los demonios que se soltaron entre ambas mesas. Me salí antes del postre un poco avergonzado de sentir que, aunque el documental estaba en blanco y negro y se percibía como de otro tiempo, seguimos viviendo en el mismo país y nada nos garantiza que el equilibrio que ese día existió entre ciudadano y policía no pueda romperse de nuevo por las órdenes de un imbécil que, evidentemente, nunca se sentará al lado de nosotros en La Fondita del Amor.