La Academia no sobrevive, vive, se alimenta de algo que es menos concreto y más duradero que el dinero: las ganas de encontrarnos, de reconocernos, de sorprendernos, de hacer familia por necesidad y por deseo. Encontrarnos conlleva muchos riesgos, exponer tus ideas, escuchar las de otros, aceptar el gusto de los otros, reconocer tu intolerancia, descubrir otras maneras, reconocer que lo nuevo o diferente incomoda, asusta a veces.
Pienso que buscar la independencia siempre es saludable, trátese de país, de hijos, de mujeres, de ideas. En gran medida seguimos aquí gracias a la voluntad de los miembros activos de nuestra Academia, quienes cada mes nos reunimos para hacer un ejercicio de diálogo, para buscar reglas que sean siempre más claras, firmes, incluyentes. También para buscar formas de permanecer, razones para ello.
La Academia puede continuar su labor y objetivos gracias a la aportación en especie de instituciones educativas y culturales de nuestro país. Como asociación civil, además, aplicamos al programa anual de proyectos culturales que convoca la Cámara de Diputados y la Secretaría de Cultura federal.
Nuestro proyecto de este año incluye restauración de películas en colaboración con la Filmoteca de la UNAM, promoción y difusión del cine mexicano y sus creadores a través de la exposición de fotos en la Galería Abierta de las Rejas de Chapultepec, funciones especiales de las películas restauradas y el primer Foro de Discusión sobre Cine y Derechos Culturales que inaugura un diálogo gentil, pero no menos urgente y necesario, con el que reafirmamos nuestra actividad académica, preservación de obras, sobre nuestro quehacer como creadores… y el reconocimiento a lo mejor del cine mexicano: el Ariel.
Así, repito: la Academia no sobrevive: vive. Yo creo, incluso, más fuerte que nunca.
NO SE ARREPENTIRÍAN DEL DINERO QUE NOS ASIGNEN PARA LOS AÑOS VENIDEROS, PORQUE LO QUE HACEMOS CONSTRUYE Y ABONA AL PAÍS
Los dineros son necesarios para aligerar cargas; hay cosas que se pagan con dinero, hay otras que se pagan con sueños, con pasión, con desvelos, con dolor de pies, de nuca, de espalda y con risas, con corazones que se incendian. Hablar de números, ponerle precio a nuestro reconocimiento, no está fácil. No creo que deban tratarnos con privilegios, pero creo que somos, como asociación civil, muy útiles en la vida social, cultural, en el imaginario político y en la vida práctica de este país. Como es útil el cine, el teatro, la danza, la música, la escultura, la arquitectura, la escritura, la lectura; como es útil el amor. Tan útil como ponernos a pensar en cómo resolver conflictos, en ser felices, en por qué no somos felices, por qué nos matamos entre nosotros, por qué nos cuesta reconocer la violencia, por qué nos acostumbramos fácilmente al dolor.
¿Cómo le hacemos para no quedarnos detenidos a pesar de lo poco que recibimos y que creemos que merecemos? Sumando voluntades, buscando cómplices –esto es como cruzar el desierto, se necesita creer y confiar en el otro–, yo veo muchos creyentes. Eso me sigue sorprendiendo.
El que reparte los dineros se las debe ver muy duras para decidir a quién, cuánto, cómo y cuándo repartir lo que hay. El asunto es que estoy segura de que no se arrepentirían del dinero que nos asignen para los años venideros, porque lo que hacemos construye y abona al país.
Vivimos en un Estado que tiene la inmensa oportunidad de reconocer que la cultura es parte de la sobrevivencia diaria y que lo nuestro, lo que amamos –y lo digo susurrando– es generador de riqueza económica, emocional, espiritual y tiene consecuencias visibles, cuantificables, puede cambiar vidas, sostener en la desesperación, divertir, entretener, encontrar salida a nuestras emociones.
Este momento de crisis para la Academia reafirmó nuestra convicción sobre la necesidad de reconocernos. Este año celebramos los 70 años de la primera entrega del Ariel. Setenta años de reconocernos. Seguiremos.