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Crónica de cronos

Mi unidad de medida favorita es el año porque es como medir la vida en patrones y combinaciones numerológicas.

Por: Emmanuel Vizcaya

Una vez que los anaranjados cielos de noviembre comienzan a dar paso al manto pálido de un diciembre promedio, significa que el engrane temporal del año está llegando a su fin. El propio clima lo declara, el switch de rueda es evidente. 

Las épocas decembrinas, y más concretamente Navidad y su semana posterior, han sido para mí sobre todo un intermedio que aproxima al nuevo año nuevo; una antesala: esa cápsula de tiempo contenido en siete días donde el mundo se prepara para la siguiente vuelta. En esos momentos particulares disfruto como nunca imaginar los calendarios cambiando sus números como si fueran mecanismos de relojería, sincronizados según el huso horario para por fin cambiar de página, literalmente hablando. Navidad es entonces un pretexto para hablar de ciclos y de páginas. Y creo que por eso mismo las agendas (esos contenedores por excelencia de ciclos y de páginas) son una obsesión muy mía que adquiere cierta fuerza en estas fechas. 

Mi unidad de medida favorita es el año porque es como medir la vida en patrones y combinaciones numerológicas. Es quizá por eso que el registro del tiempo, a pequeña escala como en una agenda, es una de las cosas que más placer me da por la certeza del registro histórico de mis muy cotidianos pasos. Una vez al año puedo disfrutar del ritual de cambiar mi antigua agenda, llena hasta el tope, por una nuevecita. Y resulta que ese momento siempre es cercano a navidad porque además es cuando por lo general las agendas son de los artículos más visibles en la gran mayoría de tiendas. La agenda es uno de mis primeros auto-regalos porque siempre me adelanto a comprar la que yo quiero. No espero que alguien me la obsequie porque, caprichoso como soy, busco que cumpla ciertos objetivos prácticos y de diseño. 

La primera vez que usé una agenda para anotar pendientes fue hace doce años. Desde entonces se han vuelto indispensables, no sólo por ayudar con mi organización, sino porque retienen como un dique aquellos eventos que mi memoria maltrecha ha destinado a olvidar. Después de usadas, todas las he conservado en una caja al fondo del clóset. No he tirado ninguna. En estas fechas que se acercan, más concretamente cada 31 de diciembre, voy a la caja y añado la agenda correspondiente como un ritual sin muchos aspavientos. Lo interesante es que aún no sé por cuánto tiempo seguiré guardándolas ni para qué las voy a usar en el futuro, si las uso. 

Ilustraciones: Paula Gómez

Una agenda leída correctamente es un pequeño libro de historia. Cada mes podrá estar cargado de sentido y significado, ser receptáculo, soporte para lo que sea que esté a punto de olvidarse. Sí, ¿pero y luego? ¿Qué significará entonces un conjunto de cuadernillos de mi muy insípida historia? Quizá las conservo para no perder el registro de mis pasos, que es una manera burda de constatarme en el pasado pero también en el presente. 

La memoria tiene grietas y fugas. En la memoria las cosas buscan su acomodo por valor y prioridad y hacen precipicios o torres. La memoria trae cosas al presente y no tenerla es ser el recipiente de la desaparición. Perder la memoria es morir, quedarse vacío de las cosas que fueron vitales. Necesitamos herramientas para evocar el recuerdo o para cercarlo y evitar que se escape, pero al final siempre será inevitable que muchas cosas se vayan, será inevitable no poder meter las manos, vencer la desintegración. 

Quizá estoy haciendo una recopilación, una amalgama de registros donde todo está separado y catalogado en una superficialidad práctica: sólo se anuncian días, horas y lugares y a veces nombres sin dar mayor detalle. Lo que suceda dentro de cada bloque se queda ahí y en el falible recuerdo. Colecciono cascarones, más especulación que realidad, porosidades, recuerdos mutantes. Entonces, este conjunto de agendas podría ser más fácilmente la representación de una fantasía. 

El crecimiento de mi colección de agendas es lento, de a una por año. Una recopilación de fragmentos que no son sino carcasas. Tal vez éstas son mis aproximaciones para erigir un monumento al vacío, mis esfuerzos por conservar mi paso por la vida, de guardarme en una caja para no borrarme demasiado pronto. Qué soberbia conservar el registro de los días y las tardes y las noches, sólo por temor a que ese registro, su simple sombra inútil a final de cuentas, se pierda por completo. 

Hablar de la Navidad es sólo un pretexto para hablar del tiempo y su desvanecimiento respectivo. Los días, como las palabras y las fechas, de todos modos se diluyen.


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