Mi amiga Isabel

Alberca vacía/Empty Pool (2019). Isabel Zapata. Traducción de Robin Myers. México: Editorial Argonáutica/Universidad Autónoma de Nuevo León. 144 pp. Se supone que no debería escribir públicamente sobre mis amigas, pero debo confesar que yo soy de esas escritoras que…

Alberca vacía/Empty Pool (2019).
Isabel Zapata. Traducción de Robin Myers.
México: Editorial Argonáutica/Universidad Autónoma de Nuevo León.
144 pp.

Se supone que no debería escribir públicamente sobre mis amigas, pero debo confesar que yo soy de esas escritoras que escribe con ellas. La razón por la que pierdo el pudor para escribir estas palabras sobre su importante presencia en mi vida es debido a que, más que compartir una estética, tenemos en común una ética que nos mantiene unidas.

Isabel Zapata, Jazmina Barrera y yo platicamos sobre ensayo el mes pasado en Casa Almadía. Compartimos lecturas y nos enseñamos referentes. Conversamos sobre las escritoras que admiramos: Joan Didion, Natalia Ginzburg, Maggie Nelson. Confieso que las conocí por mis amigas. Marina Azahua me enseñó a Joan Didion, Andrea Chapela me enseñó a Ursula K. Leguin, Mariana Oliver me enseñó a Natalia Ginzburg, Isabel me enseñó a Maggie Nelson. A Isabel le encanta Michel de Montaigne. Yo le pedí (en tono bromista) que no hablara de él pero, invariablemente, el diálogo se acercó al que consideramos el padre del ensayo moderno. Una de las frases célebres del escritor francés es la siguiente: “La amistad es el más alto grado de perfección de la sociedad”.

Hace unos meses, Isabel y yo nos intercambiamos nuestros respectivos libros. Yo recibí Alberca vacía y ella un poemario sobre tía Karen. Algunos de los ensayos ya los conocía, como el que abre el libro: “Mi madre vive aquí”. La también poeta afirma contundente: “Me pesan las cosas que tengo. Hay objetos que acumulo por gusto, necesidad o herencia y que invaden los metros cuadrados que tengo el atrevimiento de llamar míos”. Isabel es una de las personas más ordenadas que conozco. Cada cosa que la rodea tiene una razón de ser aunque sea “todo marcado por la enfermedad de sus dueños anteriores, con tumores en los pulmones y el páncreas: quiero conservar estos objetos, pero no quiero volverlos a ver”. Al hablar de lo material que se adueña de ella, aparece una luminosa reflexión sobre la muerte: puedes seguir conociendo a una persona por lo que leía. “He encontrado en los libros de mamá evidencia de varias facetas suyas como lectora”. Isabel redescubre a su progenitora a través de su marginalia, los dobleces en las páginas, la manera en que se apropiaba de los libros. Es así que lo que sigue durando son las palabras y no lo que decimos con ellas.

El texto siguiente en Alberca vacía es un manifiesto. El título lo delata: “Contra la fotografía”. Yo suelo tomar fotografías de las personas que quiero sin pedirles permiso mientras están comiendo, defiendo un punto de vista o haciendo alguna mueca memorable. Tengo una colección de imágenes de Isabel, la cual ella misma me ha pedido que desaparezca. Esa galería apenas la conoce alguien más porque a ella no le gusta la fotografía. ¿Las razones? “Las fotografías no sostienen la memoria: la reemplazan” o porque reproducen “al infinito aquello que ha tenido lugar una sola vez; es decir, repite artificialmente aquello que no puede repetirse”. Encuentro también un verso de Wisława Szymborska, su poeta favorita: “La fotografía lo conservó con vida / y ahora lo mantiene / sobre la tierra, hacia la tierra”. Yo seguiré conservando las fotos de Isabel (una imagen la muestra amonestándonos a Emilio y a mí en el Bella Época, en otra sale tratando de quitarme el celular para que no la capture a oscuras en Parker & Lenox, en una más carga a Mitocondria, la gatita calicó de Elisa, y seguro me está recriminando mi espíritu infraganti) como “una forma de alucinación” porque, con esos clicks que capturaron su bello mundo interior, sé, al igual que ella, “que hay un día en el futuro en el que no podré tocarlo”.

Me encanta “Breve historia de las virtudes perrunas” porque, entrelíneas me topo con Roncha, la perra de Isabel. Esta es una recopilación de historias donde los canes nos recuerdan que “la felicidad canina es contagiosa”. Tenemos al Argos de Odiseo, al famoso Hachiko, al Tulip de Ackerley. Los perros, parafraseando a Mary Oliver (otra de las poetas que le encantan a Isabel), son “definitivamente salvajes, sólidamente domesticados”. Ese vivir entre ambos mundos es sobre lo que Isabel, testigo infinito de “un perro que corre sin correa entre los árboles, se atraganta un pedazo de salchicha o toma el sol echado bocarriba”, apunta.

En “Esto no es una metáfora”, me topo con la alteración o, más bien, la inversión de los sentidos. Ver sonidos, oler colores. El compositor Oliver Messiaen veía colores cuando escuchaba sonidos, lo mismo le ocurría al hijo de la poeta Cécile Sauvage. “Yo lo creo porque me pongo los lentes para escuchar mejor”, escribe Isabel en Alberca vacía. Yo, que no escucho bien, también lo creo. Además, Isabel —para calmar mi ansiedad— me dice que ve el futuro y sabe que llegaremos a viejitas. “No nos pasará nada”, dice cuando le hablo de mis sentidos trastocados por la angustia y el miedo. Y sé que tiene la boca llena de verdad. “Elogio de Nosferatu” es sobre los pulpos y su mente, que “son lo más otro que hay”. Isabel, en este panegírico, también nos recuerda que el maltrato animal es la antesala de la violencia social: “Como seres invertebrados, el caso de los pulpos escapaba hasta hace poco de las normas regulatorias de crueldad animal. Estaba permitido operarlos sin anestesia, aplicarles shocks eléctricos, mutilar partes de su cerebro y someterlos a otros procedimientos crueles a los que todavía son sujetos millones de seres vivos todos los días. Lo hacen en nombre de la ciencia”.

Uno de mis ensayos preferidos de Alberca vacía es “Notas para una versión de segunda mano” ya que habla de traducir o, mejor dicho, traducirse para “derramar un mundo en otro”. Isabel tiene muchas versiones de los poemas que le gustan y, como declara en este ensayo, el no “conocer a fondo la lengua de una obra literaria nunca ha detenido a los escritores a traducirla a partir de versiones, por así decirlo, intermediarias”. De ejemplo, muestra un poema de Szymborska sobre la cebolla en el que, Isabel, tuvo que jugar con las palabras para poder, de la misma manera que hicieron Cansinos Assens, Pound, Parra, rehacer los versos de la poeta polaca con “un aire de familia”.

En “Cuaderno de aves”, me encuentro con una de las facetas que más quiero de Isabel: la Isabel poeta. Hay fragmentos aquí que memoricé como “Ave es una palabra de aire, pájaro de tierra” o “Somos lo que ellos nos están diciendo”. En esta serie de apuntes, en los que Isabel invita a “alzar la vista y mantenerla en constante movimiento para aprender a mirar los vuelos”, confirmó la influencia que tienen mis amigas sobre mí. Hay una cita de la autora de Las pequeñas virtudes que aparece en Aves migratorias de Mariana, en este texto de Isabel y en mi libro más reciente, Agua de Lourdes: “Hay algo de lo que no nos curamos, y pasarán los años y no nos curaremos nunca. Quizá tengamos una lámpara sobre la mesa y un jarrón con flores y los retratos de nuestros seres queridos, pero ya no creemos en ninguna de esas cosas, porque una vez tuvimos que abandonarlas de repente o las buscamos inútilmente entre los escombros”. En “¿Es posible leer en silencio?”, en Alberca vacía, la también editora y cofundadora de Antílope Ediciones se pregunta si tal vez “la palabra escrita no se convierte en sonido, es sonido”. Es, con esta reflexión, que la lectura en silencio es imposible, “porque hasta en las habitaciones más quietas, en las bibliotecas y salones de clases más estrictos, en los rincones más remotos, resuena siempre la voz interior”.

Yo creía que “Mi madre vive aquí” era mi ensayo favorito de Alberca vacía hasta que releí “Maneras de desaparecer”, el ensayo final que habla de la relación con su padre y sus memorias de la infancia: “Mi vida adulta, en cambio, ha estado desprovista de albercas. Cuando me topo con alguna no me dan ganas de meterme, pero al verla pienso de inmediato en albercas en las que pasaba horas juntando hojas secas y metiendo la cabeza en el agua para aguantar la respiración. Me hubiera gustado saber entonces que los placeres acuáticos durarían tan poco. Tal vez me pase la vida buscando las albercas que me faltan”. Si me preguntan qué es lo que más admiro de Isabel, respondo de inmediato: su entereza, misma que permea su libro. Sobran ejemplos pero les dejo uno de ellos: esta afirmación de ser donde no estás, “habito el pasado, los recuerdos ajenos, los espacios donde hubiera vivido si tan solo”. Alberca vacía despliega un perfecto equilibrio entre el lirismo y el discernimiento. Las imágenes intercaladas a lo largo de sus páginas acompasan el ritmo y es imperdible la versión al inglés de Robin Myers en esta cuidada edición de Argonáutica.

Alberca vacía me hace llorar pero, sobre todo, me acerca más a Isabel y lo que ama: la poesía, su familia, Emilio, Roncha, los animales, sus libros, sus amistades. Encuentro obsesiones suyas que compartimos (Szymborska) y alguno de nuestros principales desacuerdos (no aparecen muchos gatos, mi animal favorito, en Alberca vacía, más que cuando la autora recuerda su festejo cumpleañero en el San Ángel Inn).

Mi amiga Isabel me enseña que las pérdidas son, básicamente, cambios. Que si lo entendemos así —como cuando ella me abrazó fuertemente al enterarme que no había manera de regresar a mi departamento en la colonia Roma porque era probable que el edificio colapsará en cualquier momento por el 19S— podemos tener esa sabia certeza de que “es necesario estar vacía para poder volverse a llenar”. Esas futuras ausencias nos acercaron todavía más y nos hicieron presentes en una en la vida de la otra.

Gracias, Isabel.

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