En mis 40 años de edad, muy pocas veces he sido tratado como VIP. La última de mis contadas experiencias como very important person no ocurrió en un antro, en un restaurante de moda ni mucho menos en un hotel de lujo, sino cuando fui a donar sangre en el Centro Médico Nacional La Raza.
Donar sangre tiene un trato preferencial para la banda altruista
Ubicado en la alcaldía Gustavo A. Madero, este espacio sanitario es la antítesis de cualquier definición de glamour. Sin embargo, de la labor profesional que se hace en este lugar los 365 días del año depende la salud y la vida de miles de mexicanos.
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Donar sangre no tiene nada de especial, es algo que ocurre todos los días. Pero hacerlo como donador altruista sin que haya un familiar, amigo o conocido que la necesite para reposición, no es nada habitual. Por eso el vigilante titubea cuando en la entrada del banco le informo que asisto voluntariamente. Acostumbrado a hacer esperar a la gente, no sabe cómo reaccionar.
Apenas atravieso las puertas de cristal, noto que el trato para donar sangre altruistamente es preferencial. Mientras miro a un grupo de unas 30 personas recibiendo información sobre los pasos a seguir, a mí me atiende personalmente una orientadora que agradece mi decisión. Con ella inicio el proceso en modo flash pass, evitando filas. Como en Six Flags, pero con sentido humanitario.
Comienza una ágil toma de signos vitales. Datos de peso, estatura y presión arterial como primer filtro. “¿Estás nervioso por donar sangre?”, me pregunta la enfermera, y le respondo que no, aunque quizá sí, inconscientemente. “Es que traes la presión un poco alta”. Sin embargo, el 140/90 que indica el tensiómetro no es impedimento para continuar. Sin demora me conducen a una pequeña habitación para la “toma de muestra”, donde un ayudante que huele a cigarro me pincha el brazo izquierdo y extrae una pequeña cantidad de “oro rojo” para determinar los niveles de hemoglobina, hematocrito, leucocitos y plaquetas, que en conjunto reciben el nombre de “sangre total”.
Luego viene la espera más larga, unos 12 minutos mientras se indican mi turno y el número de consultorio al que debo dirigirme. Toca aguardar en unas sillas dispuestas en el pabellón triangular, entre tres paredes blancas y techo alto con estructura metálica. A mi alrededor, el movimiento sigue; es un hormiguero incesante y organizado. En esta fase hay personas que llevan más de 45 minutos esperando. Sentada a mi derecha, resignada, una mujer con traje sastre y zapatos brillosos mata el tiempo a golpe de whatsapps. Como yo, es muy probable que al salir de donar sangre tenga que volver al trabajo.
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Una pantalla empotrada en un muro indica la sucesión de turnos. C304 al consultorio 3. A003 al 9. Ese es mi turno. La “A” me identifica como altruista. En el cubículo me recibe María Álvarez, especialista en patología clínica, tercera persona que esa mañana me agradece la donación, y con amabilidad me entrevista para filtrar, en definitiva, si soy candidato para pasar a la siguiente etapa; donar sangre. Tras rápidas preguntas, que inquieren antecedentes como si he estado en la cárcel, la última vez que consumí drogas o si he tenido relaciones sexuales con otra pareja que no sea mi esposa en los últimos meses, recibo luz verde para visitar la sala de sangrado.
A pesar de su nombre terriblemente lúgubre, Sangrado es el área más festiva. Doce cómodos y anchos sillones forrados de vinilo azul acogen a los donantes. Todos están ocupados por más hombres que mujeres. Un altavoz portátil reproduce “Rayando el sol”, de Maná, y a continuación “No se murió el amor”, de Mijares. La música obra milagros para reducir la ansiedad cuando vas a donar sangre.
Jesús Aquino, alto y corpulento, de bata, cofia y tapaboca del mismo tono azul celeste, me recuerda al Médico Asesino, el afamado luchador chihuahuense que en la década de 1950 saltó al cine e hizo mancuerna con El Santo. Más que un especialista hematólogo, es un experto en quebrar el nerviosismo a fuerza de bromas. A todos los donantes que atiende les dedica un chascarrillo, sin excepción. Mientras la gruesa aguja calibre 16 atraviesa la piel y mi sangre inunda el tubo de plástico que conduce a la bolsa que guardará 450 mililitros del valioso tejido líquido, observo cómo Aquino se esfuerza por tranquilizar a un joven espigado que se ha puesto pálido como la cera. “¿Ya ves cómo eres?”, le recrimina, y el valiente muchacho, batallando por no desmayarse, sonríe a pesar del intenso mareo por donar sangre.
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En sólo siete minutos me han extraído 12 por ciento del total de la sangre que circula por mi organismo. Es la primera vez que no siento una descompensación. “Que Dios te bendiga, hermanito”, se despide Jesús, y me indica la puerta hacia el pequeño comedor donde los donantes reponen con alimentos el volumen extraído. Con avidez, abro el paquete envuelto en una bolsa de papel de estraza y devoro un insípido sándwich de jamón con triple rebanada de pan blanco Bimbo, una alegría de amaranto y un Boing de guayaba de medio litro que me sabe a gloria.