Chilango

Las noches tristes

 

«Mi verdadero nombre es Danaé», dice, toma un sorbo del sustituto de cerveza. De las bailarinas, aparenta ser la más joven; los ojos inquisitivos, curiosos, el pelo lacio hasta media espalda. Dice que empezó hace cuatro años y que tiene 22; luego confiesa que tiene 20. Desde una de las ocho mesas, con manteles blancos y quemaduras de cigarro como costras, al final de la pasarela ve el espectáculo.

«Pienso en mi ex cuando salgo a bailar», asegura Danaé, quien se imagina que él la toca y no “ellos”. En realidad tiene un par de amores: a uno recuerda y espera, al otro admira y piensa buscar. Me muestra una foto que saca de sus botas blancas, hasta las rodillas, y dice: « Me enamore de mi pollero». Un tipo que se parece a Pedro Infante y que la cruzó al otro lado hace dos años, cuando trabajo de bailarina en Los Ángeles y luego recorió todo Estados Unidos. Planea regresar en unos cuatro meses, en cuanto ahorre.

Luego de una tanda de bailarinas, se prende la luz general: exponen al respetable a su mutuo escrutinio. Lo que parecía un joven contador, de suéter y camisa de cuello, resulta ser un hombre, de suéter raído que aparenta no haberse bañado en un par de días. Y se descubren personas más cercanas a la clase media, estudiante o jóvenes empleados, con tan poco dinero como ganas de tocar mujeres.

En noches “tristes”, como ésta, René Salazar prefiere pasar gente aunque no pague completo, y le de 50, 40, y hasta 30 pesos si viene en un grupo grande, con las damitas a dos por uno: «La cosa está muy difícil. Antes venía gente de Neza, Pantitlán, ahora en todos esos lugares hay téibols».

Desde 1984, que comenzaron a introducirse los téiblos, —en esa época novedosos table dance— el futuro de los burlesques sobrevivientes parecía signado. Para competir, de hecho, tuvieron que incluir los bailes privados y, por unos años, hace una década, hasta un poco más que eso: cuando aún existía el Colonial, la norma permitía a la concurrencia lamer senos, tocar genitales y hacer sexo oral a las nudistas, que se recostaban en la pasarela y se dejaban hacer, con un poco más de calma.

Pese a la competencia, apunta Salazar, al dueño del Garibaldi —cuyo nombre no revela— no le pasa por la cabeza cerrar un negocio que sigue relativamente bueno, que emplea a 27 personas.

Danaé lo agradece. Logra vender tres o cuatro bailes por noche, pero no disfruta que la acaricien; los hombres sólo le interesan para humillarlos. La última vez que salió (al Rodeo de Santa Fe), se ligó al más guapo de la noche, lo llevó a un hotel, lo hizo pagar la habitación más cara y luego lo dejó con las ganas.

En el Garibaldi conoció a su último novio, a quien evoca en la pasarela, un sinaloense que venía a hacer negocios a la Ciudad de México. Dice que ella lo trataba mal: le repetía que no valía nada, que le daba asco, que tenía pretendientes muchos mejores que él. Luego pregunta: «¿Por qué crees que lo hacía?», y ella misma se responde: porque le da miedo se enamora y prefiere no demostrarlo.

Su mirada, su voz, sus palabras irradian ternura, pese a su anécdota: el sinaloense resultó casado; cuando ella se enteró llamó a la esposa y le dijo que era amante de su marido y que tenía sida. Danaé no ha vuelto a saber de él pero lo espera: «Me gustaría decirle que lo quiero mucho».

 

MUJERES DIVINAS

Se apagan las luces principales. Presentan a José Juan, quien canta rancheras; a veces otro cantante interpreta temas tipo Enrique Guzmán y Raphael. Cuatro o cinco canciones, las que el público aguante, y una promoción: en la compra de tres caguamas, se regala un pase. Tres levantan la mano.

«Mujeres, oh, mujeres tan divinas, no queda más camino que adorarlas», canta José Juan, pero la vista del público no esta en él, sino al otro extremo del escenario, en el par de mujeres que se frotan en una variedad sorprendente de posiciones, contra tipos que pagaron su boleto.

En sus orígenes, el burlesque no incluía el nudismo ni el contacto directo. La palabra se acuñó en la Inglaterra victoriana, alrededor de 1840, para designar un espectáculo popular que hacía mofa de las costumbres de la clase alta y, en general, de la alta cultura, como la ópera y la obras shakesperianas. Su particularidad era que los chistes eran, en gran medida, referencias sexuales.

Ya en el siglo XX, se incluyeron los desnudos femeninos, lo que marcó el inicio de una revolución cultural que reverbera hasta nuestros días.

En su libro Horrible Prettines: Burlesque and American Culture, el historiador Robert Allen apunta: «El principal legado del burlesque fue el establecimiento de patrones de género que cambiaron por siempre el rol de la mujer americana en el teatro y posteriormente en el cine… (Además) el burlesque llamó la atención sobre el “lugar” que ocupaba la mujer en la sociedad».

Pese a su decadencia, el espectáculo de hoy es más atractivo para las bailarinas, porque representa la oportunidad de obtener más dinero.

«¿Qué, a ti no te gusta que te toquen, así, rico, despacito, el cuello, las piernas y los pezones?», dice Irazul, con un lunar arriba de los labios, sexy, y una sonrisa pícara. Tiene 31 años pero bien podría parecer 25, especialmente cuando las luces iluminan su cuerpo delgado sobre el escenario, su aparente regocijo.

Irazul vive en Chalco, con sus tres hijos, por lo que sólo le conviene venir a trabajar los fines de semana. Sus tres hijos no saben lo que hace, según ella es mesera en un café de chinos, y esposo no tiene. Tampoco amigas.