10. El intenseo del VIP
Por: La Niña Inquieta
[Nota del editor: Lo aquí publicado está basado en hechos reales, pero algunos nombres y situaciones han sido cambiados para proteger la privacidad de terceros. Los puntos de vista aquí expresados no necesariamente reflejan la opinión de Chilango o de Grupo Expansión.]
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Aeropuerto Internacional de la Ciudad de México, 1:05 PM
Regresé de un largo viaje durante el cual me había estado escribiendo con el chico de la fiesta del Foro Masaryk. Tenía una caja de condones que prácticamente no había usado durante un buen rato y él ofreció buscarme en el aeropuerto (un miércoles a las tres de la tarde). Me pareció extraño que tuviera tanta flexibilidad de horarios… recordaba que era un banquero de Santa Fe, o algo así. Acepté. Hacía años que nadie me iba a buscar a un aeropuerto –y menos un tipo.
A pesar de habernos visto sólo una vez, todo fue bastante natural: ofreció cargar mis maletas –no lo dejé–, llegamos a casa, organicé la ropa. Él abrió la botella de coñac que traía.
Un par de amigos cercanos vendrían a cenar en un par de horas ya que no nos habíamos visto hace mucho.
Armé un porro, me metí a bañar, me acompañó y cogimos toda la tarde. Al principio estuvo bastante bien. O, al menos, normal. Después, fue más agresivo de lo que recordaba –durante el sexo anal, demasiado, hasta que tuve que pedirle que parara. Me ahorcaba un poco, se quería venir en mi boca, me pedía que le chupara los huevos… La verdad es que me sacó de onda. Luego me dijo que quería algo formal conmigo, y amarró una de sus –horrendas– pulseras a mi muñeca. Me sentí simbólicamente dominada y ya no me gustó la cosa.
Luego se jugó la carta de la lástima; me contó que aquella vez que nos vimos, hacía ya un par de meses, lo habían despedido de su trabajo por llegar tarde, y llevaba desde entonces una vida de ocio y depresión inaguantables.
Su intensidad aumentaba con la cantidad de alcohol y de marihuana que ingería.
Llegaron los comensales. No tenía mucho que ofrecer, así que pedimos una pizza. Este tipo comenzó a malcopear y no sabíamos muy bien qué hacer con él. No podía hablar, no podía caminar… y evidentemente tampoco podría manejar.
Le pedí un taxi y, en cuanto llegó, lo llevé al elevador para que desapareciera.
Treinta segundos después, alguien tocaba la puerta. Era él. Entré en pánico y me escondí en mi cuarto con uno de mis amigos. Los otros se quedaron debatiendo con él en la puerta durante una buena media hora, convenciéndolo de que se fuera por las buenas. Él lloriqueaba, decía que lo había usado y que estaba enamorado. Imagínense, enamorarse después de dos cogidas; el wey ni sabía el nombre de mi perro. Finalmente se fue, escoltado por el repartidor de pizza que apareció en el mejor momento (le dejamos una muy buena propina).
Al día siguiente, mi celular estaba saturado de mensajes y de llamadas pidiendo disculpas por el espectáculo. Mientras tanto, yo amanecía con otro tipo que me había traído de un barecito. No le respondí ese día y jamás volví a saber de él. Incluso desapareció de redes sociales y del WhatsApp…
Peeeeerooo… EL PRÓXIMO JUEVES les contaré de cómo apareció un misterioso zapato de tacón Chanel en mi sala, después de un encuentro inesperado con un conocido en un bar. Acá los veo.
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