Bailes macabros y prohibidos en antiguas calles del Centro
La capirucha resguarda historias fascinantes acerca de lo mágico, macabro y sensual. Te contamos las leyendas de bailes prohibidos en la CDMX
Por: Eva Martínez Román
El Centro Histórico guarda secretos inimaginables, historias ocultas a los visitantes que transitan por sus avenidas, como los grimorios, libros forrados de piel humana que durante años estuvieron exhibidos en la calle de Donceles.
Sin embargo, hay expresiones que perviven en la memoria colectiva y nos remiten a narraciones extraordinarias en torno a las fiestas y los bailes que tenían matices sensuales, mágicos y que, en algún momento, hasta fueron prohibidos por el Santo Oficio de la Inquisición.
Historias y leyendas de bailes en la Ciudad de México
El baile ha acompañado a la humanidad desde hace miles de años. Ha sido una de esas fuerzas internas que han movido a mujeres y hombres para alegrar la vida, agradecer, pedir, suplicar y contentar a los dioses. Por otro lado, también se le ha atribuido la sanación y curación del cuerpo y el alma.
También se ha usado para liberar la angustia o para manifestar la alegría de vivir; por otro lado, ha sido el instrumento de expresión para la sexualidad y sensualidad.
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Danzas macabras y la leyenda del aquelarre en un callejón de la Merced
Al finalizar el siglo XVI la población indígena había sido fuertemente mermada y con ello la fuerza productiva, por lo que a la Nueva España comenzó la llegada de barcos con esclavos de ascendencia africana. Esta nueva población no solo trajo consigo su lengua, sus dioses y conjuros mágicos, sino también sus ritmos y movimientos.
Al igual que los mexicas, para los esclavos africanos la danza podía tornarse en un medio mágico para obtener favores de seres sobrenaturales. Se ha planteado que la famosa Danza de los Diablos, cuya celebración se realiza el día de muertos en la Costa Chica de Guerrero, tiene su origen en un ritual dedicado al dios africano Ruja, al cual los esclavos le pedían ser liberados del yugo español.
Por otro lado, la danza también se utilizaba en prácticas de sanación en la ciudad de Veracruz. Antonio Robles menciona que en el año 1624 existió un personaje bastante peculiar, un esclavo negro llamado Lucas Ololá quien durante el baile caía en trance para curar.
No obstante, el uso de la danza para contactar con el otro mundo no solo fue parte de la cosmovisión africana o indígena. Los europeos creían que, para adorar a Satán, las brujas solían reunirse de noche en un campo abierto, para lo cual tenían que danzar alrededor de una hoguera.
Es probable que esta mentalidad se reflejara en ciertas leyendas, por ejemplo, Luis González Obregón nos cuenta queen tiempos de la colonia, los vecinos del barrio de la Merced estaban aterrados por los gritos y alaridos que durante la noche comenzaron a escucharse.
Debido a estos acontecimientos escabrosos, se le comenzó a llamar a esa vía macabra El Callejón de la Danza, ya que (según los relatos) se reunían espíritus malignos, brujas y nahuales danzando alrededor de una fogata para adorar al demonio. Por ello el sacerdote del lugar ordenó a los feligreses persignarse al pasar por allí.
Un joven de nombre Simón, arcabucero del virrey, escuchó los rumores de estos sucesos y dispuesto a revelar qué era lo que sucedía allí y a poner fin a estos males, se armó de valor y se dirigió a aquel callejón.
Al llegar ahí tiró dos balazos que sacaron de su estado de trance a varias personas con máscaras y plumas que bailaban alrededor de una hoguera y que no tuvieron otra opción mas que dejarse aprehender para ser llevados al calabozo de la Inquisición.
Sin embargo, todavía suelen contar los vecinos del barrio que durante la noche, sombras grotescas de espíritus danzantes se asoman en la esquina de las calles de El Salvador y Talavera.
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El Chuchumbé y otros bailes prohibidos
Cabe destacar que no todas las danzas eran mágicas, había muchos bailes que se hacían a plena luz del día solo por alegría.
De acuerdo con Antonio Robles, una de las diversiones favoritas de los esclavos negros durante el periodo virreinal era reunirse en la plaza mayor de la Ciudad de México alrededor de la Piedra del Sol (que en aquel entonces se ubicaba debajo de la Torre Poniente de la Catedral) con el fin de bailar y hacer música. Estos actos consternaban a las autoridades, sobre todo por la “violencia” con la que solían terminar las danzas.
Sin embargo, la preocupación moral siempre estuvo latente en los cantos y bailes de raíz africana durante el mundo colonial. Solo se requería una coyuntura de efervescencia y malestar social para hacer su aparición.
En la segunda mitad del siglo XVIII tras la tensión y la crisis social producida por las reformas borbónicas, estos mismos sones se multiplicaron, se tornaron alegres, pícaros y obscenos.
Se utilizaron para satirizar la moral pecaminosa de los religiosos a los que, por tanto, ya no se les debía respeto. Por eso, el baile obsceno más representativo fue el Chuchumbé.
Esta palabra aludía al órgano sexual masculino, sobre todo al miembro viril de los religiosos que contrario a esta imagen obscena, debían llevar vida santa y célibe. Esta danza derivaba en una crítica a la doble moral de la religión.
El Chuchumbé recorrió todo el reino de la Nueva España. En el mismo año en que aparece por primera vez denunciado ante el Santo Oficio en Veracruz lo vemos también bailarse en los fandangos de la Ciudad de México.
Estos sones y jarabes “con los que satisfacían sus apetitos sensuales los libertinos”, a decir de algún religioso de la época, se bailaban en el Canal de la Viga, en El Coliseo, en los talleres, en las vecindades, en las casas mas prominentes de los aristócratas y hasta en los espacios sagrados.
Así lo advirtió al Santo Oficio en 1796 un clérigo que vivía muy cerca de la Alameda. Estas denuncias se confirman en expedientes inquisitoriales. Justo por uno de ellos sabemos que por esos años en el convento de Santa Isabel, ubicado donde actualmente se encuentra el Palacio de Bellas Artes, hubo un fandango en el que “hasta las reverendas bailaron el Pan de Jarabe”.
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Fandangos eróticos de las hermanas Ana y Simona
En la Cuarta Calle del Reloj, hoy calle de Argentina en el límite del islote sobre el cual se había edificado la imponente ciudad virreinal y en donde ya se vislumbraba La Lagunilla (aquel pequeño lago que conducía a Tlatelolco), había una vecindad que los lugareños conocían con el nombre de La Colorada.
Este nombre se le atribuyó por la fachada pintada en ese tono. Como accesorias había una panadería y bizcochería que debió atraer con su aroma a pan recién horneado a todos los vecinos del lugar.
Allí, en el segundo patio de la vecindad, vivían dos hermanas jóvenes y muy bonitas de nombres Ana y Simona que además de vestir, según el decir de los vecinos, de manera indecente y provocativa, acostumbraban hacer fandangos a los que acudían muchos hombres, sobre todo soldados; especialmente a deshoras de la noche.
Por si esto fuera poco y para terminar de escandalizar a toda la vecindad, en dichos festejos las hermanas deleitaban a sus acompañantes cantando, tocando y bailando canciones prohibidas por el Santo Oficio.
Justo uno de esos días en que bailaban el Chuchumbé, el clérigo Agustín Medrano, había acompañado a su madre a dar una visita a una de las caseras de la vecindad. Escandalizado por el canto obsceno y por el flujo y entrada de soldados al cuarto de vecindad, acudió a denunciar estos hechos ante el Santo Oficio de la Inquisición.
Por esos días las cosas se les habían complicado a las hermanas, pues la casera les había pedido que abandonaran la vecindad a lo que ellas le respondieron que “como todas eran viejas en la casa y ellas muchachas y bonitas se querían alegrar”.
Quizás esta respuesta enojó aún mas a los vecinos, pues a partir de ahí recurrieron a la intervención del cura de la parroquia, quien amonestó a las hermanas por “dar la nota” y les pidió que abandonaran la vecindad, por lo que se mudaron a la Calle de Chiconautla (hoy Colombia).
Días después serían reprendidas por el Santo Oficio ante el que aseguraron que quien cantó el son prohibido aquel día había sido su prima doña Gertrudis, quien vivía junto a la panadería de la plaza de Santa Catarina.
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La Ciudad de México siempre ha estado abierta a influencias de todo tipo. En ella cristalizan, se extienden y desploman todas las ideas que están circulando en el mundo, siendo sin duda la danza una de ellas.
Liberadora, catártica, sagrada, transgresora, mágica y erótica, la danza ha sido el medio para contactar con fuerzas sobrenaturales así como para poner sobre la mesa la inconformidad social a través de la exhibición subversiva del cuerpo y del sexo.
El diablo temible de los bailes macabros, como el aquelarre, se desplaza así al diablillo alegre con arpa y guitarra (típico del arte popular mexicano) que invita a la fiesta y al desorden. Y que así de pequeño e inofensivo como se ve, en una de esas puede causar una verdadera revolución.
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