Dicen que hay algo más poderoso que el amor… el dinero. Tal parece que los seres humanos tenemos un precio, y muchas veces lo ponemos nosotros para calmar la ambición. En ese negocio de jugarnos la dignidad también apostamos los sentimientos de otras personas sin importar el dolor que causaremos. ¿No lo creen? Compruébenlo con la leyenda de la monja en CDMX.
La leyenda de la monja en CDMX, un fantasma para los corazones rotos
En la esquina de Belisario Domínguez y República de Brasil en el Centro Histórico, se localiza el antiguo convento de La Concepción, un recinto que alberga una huésped especial entre sus paredes. Muchos creen que es La Llorona por los lamentos que expresa por las noches y que se impregnan en la construcción para hacer eco durante el día, pero no lo es. Se trata de María Ávila, la monja que ahuyenta al amor.
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Su fantasma ronda por el lugar. Algunos han escuchado su grito desgarrado de “no volvisteeee”, frase que dijo antes de ahorcarse en un árbol de durazno en el siglo XVI. Otros juran y perjuran que han visto su silueta espectral colgada en una rama. Se cuenta que sus víctimas favoritas para robarles el susto son los enamorados, ya que su condena eterna al suicidarse se debe al desamor.
María fue una chica adinerada de su época. Perteneció a una familia rica y burguesa con reglas estrictas para relacionarse con los demás. Una de esas normas era no emparentarse ni hacer amistad con gente perteneciente a la clase baja y trabajadora del país. Pero ella se atrevió a romperla por un hombre que le bajó la luna y las estrellas con un truculento plan de fondo.
De apellido Arrutia, el caballero era un vivaracho que enamoró a María con todo el propósito de colarse a la familia y empoderarse. Alfonso y Gil, hermanos de la muchacha, no estaban dispuestos a soportar que un integrante de la plebe fuera su pariente, mucho menos cuando les fueron con el chisme de sus ruines intenciones.
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¿Dinero quería Arrutia? Dinero le dieron Alfonso y Gil. Le pagaron una cantidad bastante decente para que viviera cómodamente unos cuantos años a cambio de que dejara a María. Contento el otro, aceptó. Se marchó a Veracruz con su fortuna sin decirle nada a la chica, que a su vez recibió una carta falsa en que su amado le explicaba que debía irse por tiempo indefinido por cuestiones de trabajo.
Alfonso y Gil sabían que eso iba a hundir a su hermana, por lo que la ingresaron al convento, sitio dónde creyeron que iba a asimilar el dolor y se olvidaría por completo de su desdicha. Fue todo lo contrario. María se deprimió conforme transcurrieron los meses abrazándose a una ligera esperanza de que su novio volviera a su lado.
Pidiéndole perdón a Dios, sin conocer la verdad respecto al tipo que amó y de que sus hermanos le llegaron al precio, María se ahorcó. Quitándose la vida nació la leyenda de la monja en CDMX, un fantasma que vaga en la pena de esperar el retorno del hombre que jamás la quiso.
Sobre Alfonso y Gil, el destino les tenía preparada una terrible sorpresa: fueron encarcelados, torturados y degollados por órdenes de la Real Audiencia Española luego de que tuvieran un altercado con Martín Cortés, hijo de Hernán Cortés.
“No volvisteeeee”, un grito que continúa escuchándose en el espectro de una monja colgada.