Esta es una historia sobre la reconstrucción de vidas rotas. De cómo hombres y mujeres que han padecido y ejercido violencia de pareja lidian con las consecuencias e intentan recobrar su camino.
Por Erick Baena Crespo
Manuel levanta la mano. Habla. Aquí no hay titubeos ni justificaciones. Tampoco complicidad de parte de quienes lo escuchan. Es delgado, de hombros estrechos y voz apagada, por lo que resulta difícil imaginarlo en un arrebato de ira. Pero eso no importa. Todos los presentes hemos ejercido, de alguna u otra manera, violencia de pareja. Y queremos cambiar. Sentados en semicírculo nos miramos extrañados, como si estuviéramos al interior de un laberinto de espejos, reflejados en los otros.
Aquella noche, Manuel bañaba a su hija de 11 meses. Lo cuenta con voz seca, casi sin pausas. Enjabonaba el pecho de la pequeña cuando escuchó que alguien trataba de abrir la puerta de su casa. El tintineo insistente del llavero no paraba y, a cada segundo, Manuel sentía que la bilis se agolpaba en su estómago.
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Cuando oyó otro crujido de la chapa, que no cedía, se levantó, dejó a su hija en la bañera y corrió a abrir la puerta. Encontró a su esposa en el umbral, empapada por la lluvia y cargando varias bolsas de plástico llenas. La miró con rabia, corrió de vuelta al baño al escuchar los gritos de su hija, llegó justo antes de que se sumergiera en el agua, la levantó y la trató de calmar a gritos. Alarmada, su esposa apareció detrás de él, pero Manuel no le permitió el paso: cerró la puerta de un golpe y puso el seguro.
–¿Por qué te enojó tanto que tu mujer te interrumpiera?, le preguntan.
–¿Por qué un hombre no tiene que ser molestado?, responde.
–Ahora dilo, pero no como pregunta, sino como afirmación.
–Porque un hombre no tiene que ser molestado.
Cada acto violento tiene un lenguaje, un código bajo el cual opera y en el que se sustenta o justifica. Manuel no tiene que decir más: el mecanismo de su ira ha quedado en evidencia. Exhibido sin justificaciones ni autocomplacencia.
Todos lo miramos en silencio.
Son las 10 de la noche en la calle Minatitlán, colonia Roma. La sesión del grupo Hombres Trabajando(se) está a punto de terminar. Durante dos horas y media, varones con antecedentes de violencia de pareja hablan frente a sí mismos. Intentan exhibir sus pulsiones ocultas, ponerlas sobre una mesa para que sean analizadas como un perito analizaría la escena de un crimen, como un vicio con el que lucharán el resto de sus vidas.
Violencia de pareja: «A mí nunca me han pegado»
La charla inicia con una dura confesión: «He sido víctima de la violencia doméstica, de violencia de pareja». Fue hace 17 años cuando la doctora Dolores Blancas reconoció que su matrimonio estaba envenenado. «Eran actos de violencia cotidiana, “micro-violencias” que no alcanzaba a distinguir».
De acuerdo con la Ley General para el Acceso de las Mujeres a una Vida Libre de Violencia se entiende por violencia cualquier acción u omisión, basada en su género, que cause daño o sufrimiento psicológico, físico, patrimonial, económico, sexual o la muerte, tanto en el ámbito público como en el privado.
Es en el ámbito privado donde las mujeres están más expuestas. El hogar, al ser un espacio alejado del ojo público, se convierte en un entorno perfecto para perpetrar abusos. De acuerdo con ONU Mujeres, en México, desde el 2015 a la fecha, el número de feminicidios que suceden al interior del hogar supera el 30% respecto a los que ocurren en la vía pública, y en años críticos –como 2004– llegaron a representar casi el 50%. A menos que haya una denuncia, las autoridades no toman nota de lo que ocurre al interior de una casa, y la ley no siempre alcanza a regular los infiernos íntimos de una familia.
La doctora Blancas, por ejemplo, exigió a su esposo un mejor trato hasta que la violencia llegó al límite. «Él se dio cuenta que no podía controlarme y empezó a buscar otros mecanismos de agresión». Entonces, la doctora Blancas acudió al Centro de Atención de Violencia Intrafamiliar (CAVI) en busca de ayuda. Ahí encontró a un grupo de 20 mujeres que pasaba por situaciones similares. Su vida cambió: «Sentí la necesidad profunda de ayudar, de tejer redes con otras mujeres que también se sentían solas, abandonadas a su suerte», dice.
En 2012, junto a dos mujeres que padecieron lo mismo que ella –entre ellas su hija, la doctora Samanta Báez Blancas–, fundó Casa Gaviota, una asociación civil que trabaja para prevenir y atender la violencia de pareja y de género a partir de la educación. Ofrecen a las usuarias terapia psicológica, grupos de reflexión para mujeres, sensibilización a las violencias y talleres de desarrollo humano.
«A mí nunca me han pegado». Eso suelen argumentar mujeres víctimas que minimizan su situación. Se trata –explica la doctora Blancas– de un mecanismo de defensa: asumirse víctima duele. Implica aceptar que la persona amada hace tiempo se convirtió en una amenaza.
Reconocer los distintos tipos de violencia de género y violencia de pareja, más allá de la física, tampoco es fácil. A Casa Gaviota llegan esposas que han sido golpeadas, pero también mujeres que han vivido prácticamente en cautiverio debido a los celos de su esposo, adolescentes que han sido manipuladas, o ancianas que han soportado años de insultos. Con el fin de garantizar la seguridad de todas las participantes, las reuniones se llevan a cabo en diferentes ubicaciones y todas firman un acuerdo de confidencialidad.
«Los hombres violentos –reflexiona la doctora Blancas– se desesperan cuando pierden el control sobre sus parejas. Muchos de ellos son capaces de cometer un feminicidio por esa razón: su necesidad de controlar. En mi caso, en algún punto me percaté que había dejado de negociar con una persona racional. Mi esposo estaba perdido, al grado de que intentó –lo sé porque me lo confesó después– volverme loca, meterme a la cárcel o matarme».
«Quiero rehabilitarme»
–¿Puede un hombre machista, agresor, rehabilitarse?
La respuesta no es sencilla. El machismo y la violencia que éste genera es un código incrustado en la mente, casi una manera de entender el mundo y a sí mismo. Nuestra identidad entera, la forma en que, como hombres, nos relacionamos con el mundo –con los hijos, con nuestra pareja, con otros hombres– depende de este lenguaje. Reconocerlo es un reto.
Ricardo Ayllón González, coordinador del programa de Metodología de la organización Gendes A.C., fundada en 2003, y llamada así por el acrónimo que surge de combinar las palabras género y desarrollo, se toma su tiempo antes de responder. La asociación, además de sensibilizar a funcionarios públicos y estudiantes, tiene entre sus principales líneas la atención directa a hombres que ejercen violencia de pareja, a quienes atiende en terapias grupales o de pareja. Una de estas es Hombres Trabajando(se). El grupo se reúne una vez a la semana y el programa completo dura aproximadamente 12 meses.
«Lo que hacemos aquí e rastrear el código –explica Ayllón González–, es decir: las ideas culturales detrás de un acto violento».
Confrontar a hombres agresores con sus demonios interiores implica preguntar qué era lo que pensaban en el momento de la tensión, escarbar en su infancia, en su educación sentimental, en sus recuerdos familiares, hasta desenterrar la idea base que sustenta la ira y, con ello, motivar un proceso reeducativo.
Por ejemplo: «Una mujer casada no puede salir sola con un amigo». Esa frase, explica Ayllón González, debe ponerse en tela de juicio, analizar su razón de existir y sus consecuencias no sólo para la mujer, sino para quien carga con este tipo de premisas en su vida cotidiana.
La violencia que ejerce un hombre no sólo afecta a las víctimas. Los hombres incapaces de cuestionar su propia educación sentimental, tarde o temprano, quedan atrapados en la misma tormenta que desataron. Muchos terminan solos, aislados, o en relaciones donde la confianza es imposible de recuperar.
De acuerdo con Ayllón González, la violencia de pareja e intrafamiliar tiene un impacto para el agresor, en lo personal, en lo psicológico y en su salud. Es un tema que no distingue nivel socioeconómico ni grado de estudios: «Pueden coincidir, en el mismo grupo, un maestro en ciencias y un comerciante ambulante. Comparten los mismos códigos culturales. Y los conecta lo que está detrás de los ejercicios de violencia: miedos, tristezas y dolores».
–¿Puede un hombre machista, agresor, rehabilitarse? –vuelvo a preguntarle.
–Sí. Si en 15 años de trabajo no hubiera visto un cambio, no estaría aquí. Si bien no los graduamos como no violentos, lo que sabemos, de acuerdo con nuestras estadísticas, es que la violencia de pareja, sexual y física desaparecen de su patrón de conducta. La violencia psicológica y verbal quedan como remanentes. Cuando un hombre asimila el daño que ha hecho, hemos logrado dar un paso, pequeño, para el proceso de cambio.
Una vida de agresiones
Estela recuerda cada fecha. El día exacto. Una de las últimas veces que su exesposo la golpeó, por ejemplo, fue a las 11 de la noche de abril de 2014. Él manejaba por las calles de un fraccionamiento al poniente del Estado de México. Ella tenía ocho meses de embarazo.
«Mi suegra venía en el asiento trasero –recuerda–. Abrí la ventana, pues empecé a sentir muchas náuseas, y eso le molestó porque el aire le pegaba a su mamá».
Cuando llegaron a la casa de su suegra, él se bajó a acompañarla. Regresó enfurecido. Le reclamó a Estela su necesidad de abrir la ventana, subió al coche y la jaló del cabello repetidamente. En medio del llanto, ella le exigió que la dejara bajar. El auto se detuvo apenas unos metros más adelante, Estela descendió como pudo y escuchó el rugido del motor alejarse.
Una vecina, que escuchó la discusión, se acercó a Estela y le ofreció asilo. «Déjate de pendejadas y regresa», le escribió su exesposo esa noche. Volvió una semana después. Lo hizo, dice, porque estaba a punto de dar a luz y no tenía trabajo ni un lugar a dónde ir.
A sus 32 años, Estela es abogada y tiene una maestría en derecho procesal. Su exesposo se desempeña como secretario particular de un magistrado de distrito.
Hoy es un día de sol, mediados de febrero. Nos resguardamos bajo la sombra de un parabús Estela resume su relación: en septiembre de 2012 se fue a vivir con su expareja; en diciembre de 2013 se casaron por la iglesia, en junio de 2014 nació su hijo. Luego vino el “periodo de gracia”: de agosto de 2014 a enero de 2017 cesaron las agresiones físicas, aunque no las psicológicas ni las verbales.
Todos los días, dice, ella se levantaba a las cinco de la mañana, preparaba el desayuno y el lunch de su hijo, además de encargarse de la limpieza y de las labores del hogar. «Nadie me lo exigía –aclara–, asumía que era mi responsabilidad por ser mujer».
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Su memoria también archiva el día que terminó la pesadilla: 5 de julio de 2017. La noche anterior ella olvidó encender el boiler.Cuando su exesposo se levantó y abrió la regadera, el agua estaba tibia. Lo tomó comouna agresión. «Si yo no llego a tiempo a trabajar,tú tampoco», le dijo.
Estela apenas se había reincorporado almundo laboral como asistente en un despacho.Ese día tenía una audiencia temprano pero su esposo la encerró en el patio. Para salirtuvo que trepar por la ventana. «Él se dio cuenta y corrió a cerrarla, pero logré salir, forcejeamos, me jaló los cabellos, me arrastrópor el piso», detalla.
Cuando el ataque cesó, Estela salió apresurada. Su exesposo, por primera vez, tendría que llevar a su hijo a la guardería.
Esa noche ella tuvo una revelación. «Hasta aquí», se dijo. El jueves 6 de julio acudió al Ministerio Público a certificar las lesiones y levantar una denuncia. Hoy acude a terapia a Casa Gaviota. Vive y trabaja en la Ciudad de México. Por ahora sólo piensa en sanar, en reconstruirse.
«Mi hijo cumplirá cuatro años en junio. A pesar de lo que pasamos, le hablo maravillas de su padre. No quiero involucrarlo en nuestra peleas», cuenta.
¿Segunda oportunidad?
Todo sucedió muy rápido. El sábado Alfonso le gritó a su esposa. El domingo ella se fue. Un día después, a las siete de la noche, él se integró l grupo Hombres Trabajando(se).
Alfonso tiene 28 años. Es ingeniero en computación, egresado de la UNAM. Es un joven serio, parco, pero de sonrisa amplia. Se casó a los 18, se divorció a los 26 y tiene un hijo de cinco años. Llegó a Gendes por recomendación de una amiga.
Cuando su madre se enteró que acudía a un grupo de apoyo, le dijo:
–¿Para qué vas? Hagas lo que hagas, ella no va a regresar contigo.
–Vengo porque necesito saber en qué fallé, le respondió.
«Agredí a mi exesposa, le grité muy fuerte cuando me enteré que había salido a comer con un amigo», cuenta ahora. Hace un par de años, cuando llegó a Gendes, su historia era otra.
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«Sólo le grité y por eso me dejó», se justificaba. Con el paso de los meses, entendió que la violencia de pareja que ejerció contra su esposa abarcaba otros ámbitos y se manifestaba de diversas formas: «A mi excompañera no sólo le grité, también la controlaba y decidía con quién salía y por cuánto tiempo», confiesa.
–¿Por qué sigues participando después de dos años?
–Porque para mí esto es un aprendizaje continuo. Me gusta creer que mi experiencia puede ayudar a otros. Tardé un año en procesar todo, en soltar. Y si de algo estoy convencido es de que, si alguien llega aquí a tiempo, su relación puede tener una segunda oportunidad. Yo llegué demasiado tarde.