Con estadio lleno y victoria de local se vivió el último partido del Estadio Azul.
En 22 años nunca se cansó. No hubo lluvia, calor, derrota o decepción que lo hiciera doblegar. Esta tarde, sábado 21 de abril, no es para ninguno de los dos equipos, tampoco para buscar un resultado: el protagonista es el Estadio Azul, la despedida del recinto de su tipo más antiguo de la Ciudad de México.
La nostalgia se siente entre las gradas, familias enteras se niegan a perder el último juego. Niños y ancianos miran desde las butacas los gritos y saltos de los más jóvenes. Las banderas no dejan de agitarse.
La afición alienta al equipo 90 minutos o 22 años, en casa, en ese estadio que no dio ninguna gloria pero sí buenos recuerdos: padres que llevaron a sus hijos por primera vez a ver un partido, jóvenes que encontraron una pasión y quienes se contagiaron del deporte viendo futbol.
En el último partido del Estadio Azul a nadie le importa llegar dos horas antes, de alguna manera saben que sería un momento irrepetible, como si quisieran alargar la separación antes de la mudanza. Se reafirman como la afición más fiel, la que no abandona a su equipo, la que no le falla a la casa.
A las 15:00 horas las porras se reúnen en las calles aledañas al Estadio Azul, ondean banderas gigantes, suenan cornetas y golpean tambores, crean un ambiente de final de campeonato, de esas que hace mucho que no vive el equipo.
Decenas de personas caminan en caravana, bailan en carnaval. Silban ritmos, los hinchas saltan sin playera, carraspean su emoción mientras otros recorren los alrededores con un celular en la mano para guardar en la memoria del móvil lo que no van a querer olvidar.
La bienvenida a los equipos se alarga más de lo habitual. Los jugadores también lucen distintos, confiados. Al bajar del autobús saludan a la gente, posan para las fotos, firman playeras. También saben que es la última, que después de esta noche dejarán de tener un hogar propio y empezarán a compartir cancha con uno de sus más grandes rivales.
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Como en los buenos tiempos
A las 5 de la tarde inicia el partido y en los primeros 15 minutos los de casa tienen ya un gol a favor y han fallado otros tres intentos.
La afición parece contenta. Al menos para Manuel Domínguez, seguidor desde hace 30 años, el ir y venir del juego, el ataque constante, le hacen recordar buenos tiempos.
«Así debieron ser los partidos siempre, con estadio lleno y un equipo comprometido. Es una experiencia inolvidable estar en el último partido del Estadio Azul, aquí nunca ganamos un campeonato y aunque sabemos que nuestro equipo está eliminado, hoy el ambiente es distinto, es como si estuviéramos jugando una final», dice..
En el minuto 39 un balón filtrado habilita a Ángel Mena y con la zurda anota el segundo y definitivo.
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Kevin festejó como si ese gol hubiese sido el de una copa. Él, su papá y ahora su hijo de cuatro años son las tres generaciones que habrán pisado el Estadio Azul.
El amor por el equipo lo lleva tatuado en el pecho, donde un escudo rojo con azul se asoma cada que celebra. «Este lugar es muy importante para mí, siempre he sentido amor por mi equipo, me emociona poder ser parte de este momento y haber traído a mi hijo, sé que algún día, cuando esté más grande, le podré decir que estuvimos aquí y lo va recordar igual que como yo me acuerdo de la primera vez que vine con mi padre hace más de 15 años», cuenta.
Aunque es un día de despedidas, la afición más bulleada, la subcampeonísima, la del verbo cruzazulear, la más fiel del futbol mexicano sigue con la esperanza de que el cambio sea bueno. Se llenan de nostalgia por el adiós pero creen que en el Azteca podrán retomar los triunfos que quedaron estancados en 1997.
El último partido del Estadio Azul
La noche del 21 de abril el Estadio Azul conoce la celebración de campeonato que nunca vivió. Los últimos 20 minutos de partido son de fiesta, ya se han anotado los dos goles y el partido deja de ser el centro. Ahora se trataba del recinto, del adiós definitivo.
Los aficionados quedan de pie, 27 mil 253 voces corean «olé, olé, olé, ola que cada día te quiero más», se agitan playeras y bufandas, el estadio se cimbra «yo soy celeste es un sentimiento que no morirá».
Nadie se da cuenta del pitazo final, los coros no se detienen. Los jugadores del Cruz Azul dan una vuelta olímpica y agradecen a la afición. Sin festejos, sin homenajes, sin invitados, sin placas conmemorativas, sin celebración. Se van 22 años de historia. No hay más.
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A las 7 de la noche los miles de asistentes empiezan a retirarse, pasadas las ocho sale el último aficionado. Entre la llovizna, un grupo de cruzazulinos se instala afuera de la puerta 3, con la bandera negra del equipo, un par de cervezas y una bocina desde donde resuenan Las Golondrinas.
Guardan luto, respeto. Dicen que no alcanzaron a entrar al último partido del Estadio Azul –dos días después de salir a la venta los boletos se agotaron– pero no podían estar sin despedirse, porque además del equipo, durante dos décadas el Azul también fue hogar de los aficionados.
A las 8 de la noche llueve: se acabó el futbol en el recinto. Las porras enmudecen, las gradas dejan de vibrar, todos se han ido. Se apagan las luces en la casa del Cruz Azul.