Antonio Hernández, el restaurador de arte más cotizado de la ciudad
Para el restaurador de arte Antonio Hernández no es un simple trabajo manual, ni puramente mecánico, es un arte que requiere vocación y sentimiento.
Por: Samantha Nolasco Castillo
Con acceso exclusivo, el restaurador de arte Antonio Hernández ha trabajado en los espacios más emblemáticos e históricos de la ciudad
Por las manos de don Antonio Hernández Cortés han pasado las obras y antigüedades más valiosas del país. El restaurador de arte de 84 años ha dividido la mayor parte de su vida en dos: espacios históricos de la ciudad y el taller ubicado al interior de su casa en la colonia Valentín Gómez Farías, en la alcaldía Venustiano Carranza.
Don Antonio cojea de la pierna derecha al caminar, pues sufrió una caída. Pero ni las lesiones, ni el paso de los años han sido un obstáculo en su vocación de restaurador. Él frecuenta su taller a diario y trabaja “al menos cinco horitas”.
Siendo un joven de 18 años, Antonio comenzó a cultivarse en talleres de tapicería, ebanistería, pintura y otras técnicas que dominó rápidamente. En febrero de 1952 ingresó a la Antigua Academia de San Carlos, donde tomó el taller de restauración y talla en madera que le cambió la vida.
En ese espacio conoció a hombres que marcaron su vida, el primero fue su mentor, el artista Lázaro López Silva, que atento a las habilidades de su aprendiz, le proveyó más herramientas para afinar su talento. Semanas después, Antonio Hernández ya estaba trabajando con su maestro. Su primera restauración la hizo en el Castillo de Chapultepec.
El restaurador que burló a Palacio Nacional
El restaurador de arte Antonio Hernández presume de su buena memoria y mejor sentido del humor al narrar un accidente que vivió al entregar un cuadro en Palacio Nacional, donde salvó el trabajo de todos.
“Iba el maestro Lázaro López que le pidió a un muchacho le pusiera al cuadro una ‘cola de pato’, que sirve para colgar el marco, pero al muchacho se le pasó la broca al otro lado del cuadro. Todos estaban espantados, las antigüedades son carísimas, el maestro me miró y me dijo ‘oiga cuatacho, ¿qué vamos a hacer?’”, relata y suelta una carcajada.
A Antonio se le ocurrió tomar polvo de la ventana y con poquísima saliva hizo una minúscula pasta que se asemejaba al tono del cuadro, lo difuminó cuidadosamente con uno de sus entrenados dedos y todos quedaron sorprendidos y empeñados en encontrar dónde había quedado el accidente; “pero ninguno de ellos supo dónde había quedado el hoyo”, dice con orgullo.
La delicadeza con la que Don Antonio trataba las obras lo catapultaron a ser considerado uno de los mejores restauradores de Palacio Nacional y, después, tuvo el mismo éxito cuando fue contratado para la Antigua Escuela de Medicina, el Antiguo Colegio de San Ildefonso, el Museo Juárez, el Museo de Tepotzotlán y el Castillo de Chapultepec.
“En ese tiempo ganaba 350 pesos por la restauración de una pieza. Con eso llevaba mis gastos hasta por un mes”, recuerda Don Antonio quien ahora tiene guardados minuciosamente los comprobantes de pago que le expedían las instituciones.
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Los recibos que ahora atesora con recelo no eran parte de una colección que él quisiera para sí mismo, sino que un día cayó en cuenta que su familia, de cuatro hijos y su esposa, crecía al nacer sus nietos, hasta entonces pensó que aquellos papeles que fue acumulando en su taller serían prueba de las historias que iba a contarles.
Obreros del arte
La segunda persona que marcó la vida del restaurador de arte Antonio Hernández fue su fallecido amigo Roberto Amelco Hernández, a quien recuerda como su más grande cómplice.
Los ejecutantes del oficio artístico trabajaron conjuntamente sabiéndose acoplar en producciones útiles y dignas de contemplación: retablos, mesas, sillas, atriles, escudos que fueron producto de lo que don Antonio llama “la estética de la amistad”. Su primer trabajo juntos fue el paraninfo doctor Marcial Portilla, en el salón “El Generalito”, ubicado en Justo Sierra 16 en el Centro.
Siguieron los muebles de la sala de juntas del plantel 7 de la UNAM que fueron tallados totalmente a mano en madera de caoba. Su capacidad les valió para que los alumnos se interesaran por el oficio y en la época del director Enrique Espinosa Suñer pretendieron dar un taller, pero no tuvieron éxito.
“Los maestros se opusieron a que nosotros diéramos el taller, su argumento era que no teníamos un grado académico. Nosotros hasta enviamos cartas al rector pero ellos también mandaron las suyas y les hicieron caso a ellos”, y por ende el proyecto nunca prosperó.
Legado del restaurador de arte Antonio Hernández
Antonio Hernández enseñó a sus hijos cómo utilizar diestramente una gubia para cortar madera, también les inculcó que el trabajo de restaurador no es una simple labor manual ni mecánica y que todo sin vocación y sentimiento es una obra muerta.
Ninguno de sus hijos se dedicó al oficio que hechizó a su padre. “Yo así lo quería, que mis hijos estudiaran porque en este trabajo se sufre mucho”, confiesa. Fue hasta la tercera generación que volvió a encontrar el arte en uno de los integrantes de su familia, su nieto Omar, quien es sordo y heredó la vena artística de su abuelo.
“Yo pienso que Omar va a seguir mi camino porque a él le gustan estas cosas, está aprendiendo a hacer talla en madera y después de que termine eso le voy a enseñar la restauración. Sin duda a él le voy a heredar mi taller y mis herramientas”, aseguró.
Lo único que atormenta un poco al restaurador de arte Antonio Hernández, y no por vanidad, fue no haber podido dar clases en la Prepa 7 donde fue bloqueado.
“Tendríamos una generación más de restauradores que se parten las manos haciendo arte. Porque lo que se hace ahora es muy cómodo, ya no le ponen atención ni corazón”, lamenta don Antonio a quien le disgustan las nuevas técnicas de restauración porque él siempre preferirá ensuciarse las manos.