En el tercer piso de un edificio en la calle José María Marroquí, en el Centro de la CDMX, se habla spanglish. En ese departamento de pisos de madera y paredes coloreadas con grafitis está Pocho House, un espacio chilango en el que se reúnen deportados de Estados Unidos.
Lalo es uno de los voceros de Pocho House. Utiliza gorra negra y playera de basquetbolista en color morado. Desde hace unos meses se dedica a dibujar en las paredes de la casa mientras escucha los riffs de Guns & Roses y los gritos de vendedores que se cuelan por la ventana, ya que el edificio está cerca de una de las zonas comerciales de San Juan de Letrán.
Apenas tiene 29 años, pero hace seis fue deportado. Nació en Ciudad Juárez, Chihuahua, pero creció en Heber City, Utah, un poblado boscoso de apenas 10,000 habitantes, donde vivía con su familia materna.
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Eduardo estudiaba la licenciatura en Cinematografía cuando, en 2012, fue detenido y entregado al Servicio de Inmigración y Control de Aduanas (ICE), tras participar en una riña contra policías durante una protesta por leyes migratorias.
Tras pasar cinco meses en un centro de detención, a sus 23 años Lalo fue deportado a Matamoros, Tamaulipas, a más de 1,300 kilómetros de su lugar de nacimiento y más de 1,000 kilómetros de la CDMX, ciudad que ‘conocía’ solo por las anécdotas que le contó su madre.
Consciente de que su familia paterna radica en la Ciudad de México, Lalo emprendió la aventura de encontrarse con ellos.
«Fue raro, yo no los conocía aunque había escuchado muchas historias de ellos. Son gente muy cariñosa y yo soy algo solitario, entonces preferí irme un tiempo a Puebla a estudiar. Me gustaba porque era una ciudad más pequeña. Heber City es un lugar muy calmado y seguro, resentí mucho llegar a la capital», dice con un español entrecortado.
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De Utah a Pocho House
Al principio, la Ciudad de México le pareció inmensa. Grandes avenidas, ruido, autos, gente por todos lados. En cambio, Lalo estaba acostumbrado al bosque, a los recorridos a pie o en bici, a salir a acampar y pescar, por eso su llegada resultó confusa, estremecedora.
«En Heber todo era muy tranquilo, no pasaba nada. Aquí todo era diferente, era como tener que estar siempre atento porque siempre estaba pasando algo alrededor. El primer problema que tuve fue conseguir una identificación, llegué en 2012 en un contexto electoral y tardé cinco meses en que me dieran una credencial: una semana después me asaltaron y se la llevaron», cuenta.
Haber vivido las dificultades de quien es «de aquí [México] y de allá [Estados Unidos]» le ha permitido ser más sensible con quienes tienen son deportados o regresan al país. Desde hace unos meses, Lalo forma parte de las brigadas de Pocho House que cada jueves reciben a los deportados en el Aeropuerto Internacional de la Ciudad de México (AICM) para darles asesorías o acompañarlos hacia las centrales camioneras para que continúen su trayecto hacia sus estados de origen.
Pero recoger a migrantes que regresan a México no es la única labor social de Lalo en Pocho House. Cada martes y jueves da clases de inglés con enfoque de justicia social, enseña a niños y adultos a hablar el idioma pero con una perspectiva de derechos humanos.
Su meta es terminar sus estudios en cinematografía y hacer un proyecto que hable de la migración. «Creo que es algo que no se ha hecho, quienes investigan son en su mayoría personas que no tienen experiencia de migración y mucho menos en retorno y falta la sensibilidad para darle otro sentido a los temas. Es una idea que tengo, ojalá que pronto se concrete el proyecto», dice.
Mientras busca cómo cumplir sus sueños, Lalo continúa decorando las paredes de Pocho House con la firme idea de que el grafitti, la música, el spanglish y recordar sus vivencias en Estados Unidos son formas de protesta, son formas de hacer que la ciudad los reconozca.
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