Nadie se atreve a dar una definición sobre las personas trans en la CDMX, pero Kassandra, Oyuki y Ryan relatan las batallas que han librado para que su identidad y sus derechos se reconozcan
T, t, t. Esas tres letras representan más identidades sexuales que las que una persona se puede imaginar. Esos tres caracteres –que forman parte de las siglas LGBTTTI, con las que se reconoce a los integrantes de la comunidad lésbico, gay, bisexual, transexual, transgénero y travesti– encarnan a quienes no se asumen dentro del rol binario de hombre o mujer y cuyo sexo biológico no coincide con el género con el que se identifican.
La disforia de género es una incongruencia entre biología e identidad, es sentirse en una vida ajena, verse al espejo y darse cuenta que el cuerpo no se desarrolla en la forma deseada. Ver que alrededor, la familia, amigos, la escuela y la sociedad atribuyen características, colores, modos de vestir, de actuar y de vivir que no pertenecen a su realidad. Es ser otra persona sin sentirse aceptada.
Kassandra Guazo es una mujer trans. Desde pequeña sabía que no se identificaba con su cuerpo masculino, había algo distinto que la hacía tomar la ropa de su hermana y probársela. Sus gestos y movimientos eran femeninos y en Iztapalapa, donde siempre ha vivido, esas actitudes no eran bien vistas para “un machito”.
“Yo era el puto o el maricón, eso es lo que me decían. La escuela fue una etapa difícil, yo no quería seguir yendo a que me golpearan o corretearan. Me quedé en segundo de secundaria para alejarme de la violencia. A los 14 años le dije a mi mamá que era trans y me aceptó. Tuve la suerte de no ser echada de casa aunque la falta de preparación y de empleo me llevaron al trabajo sexual. Hoy vivo de eso y del estilismo y me gusta la mujer en la que me convertí”, cuenta Kassandra, mientras delinea sus ojos antes de iniciar su jornada laboral en la estética Las Exóticas, en Iztapalapa.
No existe un dato preciso sobre cuántas personas trans hay en la Ciudad de México o en el país y las razones son dos: ningún censo de población contempla esa información y muchas personas prefieren ser “invisibles” para evitar la violencia. Aún así, la Secretaría de Salud federal, a través del Centro Nacional para la Prevención y el Control del VIH-Sida, estimó, en 2017, que a nivel nacional el porcentaje de mujeres trans (no contempla hombres) podría ser de entre 0.1 y 0.5% de la población total, lo que equivaldría a 112 mil mujeres trans de entre 15 y 64 años en todo el país.
A pesar de esa cantidad, solo cinco entidades mexicanas reconocen la identidad de género: Michoacán, Colima, Coahuila, Nayarit y la Ciudad de México que, en 2008, se convirtió en la primera entidad en hacerlo luego de que la Asamblea Legislativa (hoy Congreso local) modificó los códigos Civil y de Procedimientos Civiles y de que la lucha de los colectivos trans dio frutos y logró simplificar el proceso a un trámite administrativo en el año 2015.
“En la ciudad sí hay una mayor inclusión y eso es innegable. Las personas trans caminamos con libertad, conocemos nuestros derechos, se puede hacer activismo y exigir a las autoridades; sin embargo, quedan muchos vacíos. Las políticas públicas y legislaciones están desarticuladas, el reconocimiento legal no se tradujo en una mejor vida y la falta de sensibilización hace que, aunque estén instaladas las estructuras jurídicas, en el día a día, en la cotidianidad, la población trans siga enfrentándose a una sociedad que no la reconoce”, dice Rocío Suárez, coordinadora del Centro de Apoyo a Identidades Trans.
¿Una sola forma de ser trans?
Nadie se atreve a dar una definición de lo trans porque no hay una sola forma de serlo y de vivirlo. Mientras los especialistas dicen que se trata de una “condición”, los activistas lo reconocen como “un paraguas en el que se alojan un montón de identidades, expresiones y roles”. Lo cierto es que en 2018 la Organización Mundial de la Salud (OMS) retiró la disforia de género de la clasificación de enfermedades mentales, por lo que dejó de ser considerada como un trastorno y le quitó la carga de ser una enfermedad que puede ser curada.
Al respecto, la Oficina del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos (ACNUDH) hace una distinción entre “sexo” (biológico), “género” (construcción social) y “orientación sexual” (capacidad de sentir atracción), por lo tanto, la “identidad de género” es la forma con la que una persona se identifica. En términos muy generales, se denomina transgénero cuando el sexo biológico es distinto a la identidad; lo transexual se refiere a quienes optan por intervenciones médicas y quirúrgicas para adecuar su físico a su identidad, mientras que en el travestismo hay una modificación temporal de la apariencia, a través de ropa y actitudes.
“En la CDMX le llamamos condición transgénero y hasta ahí porque a la población trans no le gusta escuchar aproximaciones conceptuales. Es un tema complejo pero en realidad cada persona se define. Es un término que, aunque surgió en Estados Unidos en los años 50, sigue en construcción y eso le da riqueza y diversidad”, explica Luis Manuel Arellano, responsable de Integración Comunitaria de la Clínica Condesa, el centro público de atención médica a la población trans y personas que viven con VIH-Sida en la Ciudad de México.
Esta ausencia de una definición se debe a que en el abanico trans se incluyen las personas no binarias, las queen, drag queen, travestis, transgénero, transexuales, género fluido y otras identidades que cuestionan como únicos los roles hombre-mujer. Y estos conceptos son totalmente distintos a las orientaciones sexuales, con los que también se les suele confundir.
Kassandra Guazo, por ejemplo, es una mujer trans pansexual. Esto significa que siente atracción por personas sin importar su género o identidad. Ella se asumió trans a los 14 y comenzó su transformación en un viaje a Tijuana, Baja California, donde encontró a más mujeres como ella. Ahí empezó a maquillarse, vestía ropa distinta, usaba su nuevo nombre y se inició en el trabajo sexual.
“Me metieron en un grupo de delincuencia organizada que reclutaba chavitos, me llevaron a Tijuana y allá una chica trans me sacó de eso, pero era una ciudad con mucha violencia para gente como nosotras. Mi vida era andar en taxi para ver a los clientes, casi no pisaba la calle porque si un policía nos veía hasta por ir al súper o solo paseando, nos detenía. Para evitar todo eso me fui a trabajar en los bares pero me metí mucho a la droga, como ya me estaba quedando loca me regresé a la Ciudad de México para buscar otro trabajo”, recuerda.
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Una vez en la CDMX, Kassandra acudió a una empresa chocolatera para pedir empleo. Cumplía con todos los requisitos pero la rechazaron por una razón: qué sanitario iba a usar. Le dijeron que no podrían cuidarla en los baños de hombres y que sus compañeras se sentirían incómodas al verla en el de mujeres y como no le instalarían un sanitario privado, prefirieron no contratarla.
Esta situación hizo que Kassandra regresara al trabajo sexual en las calles de la ciudad, donde ha librado tres agresiones, cuenta, mientras muestra la cicatriz de diez centímetros en su pierna derecha. La marca le quedó como recuerdo del día en que un hombre la atacó con una botella rota con la intención de clavársela en el abdomen; sin embargo, ella se movió y desvió el golpe. Las otras dos agresiones han sido apuñalamientos con picos en la espalda.
Entre 2013 y 2017, la prensa de la CDMX ha documentado al menos 13 casos de asesinatos de odio por identidad y preferencia sexual. De acuerdo con el informe “Asesinatos de Personas LGBTTTI en México”, publicado en 2017 por la organización Letra S y con base en información difundida en periódicos, las mujeres trans son el grupo más vulnerable, especialmente si se dedican al estilismo o al trabajo sexual y son víctimas de crímenes con alto grado de violencia, en el que los cuerpos son expuestos en la vía pública.
“Este no es un trabajo fácil, no sabemos si mañana que vayamos con un cliente vamos a regresar o nos van a encontrar en un lote baldío, pero en su momento no teníamos otras posibilidades de vida. Ahorita te puedo decir que las cosas ya están cambiando y peleamos porque los más jóvenes no enfrenten la violencia que vivimos. A mí me gustaría dejar el trabajo sexual, dedicarme al estilismo, acabar la prepa y si todo va bien, en uno o dos años empezar la licenciatura en informática que es lo que me llama la atención”.
Acabar con las “generaciones perdidas”
Oyuki Ariadné Martínez Colín es la primera mujer trans a nivel nacional que obtiene un título universitario en el que se reconoce la identidad elegida. En una ceremonia a la que acudieron autoridades capitalinas y el entonces rector de la Universidad Autónoma de la Ciudad de México (UACM) Hugo Aboites, en diciembre de 2014, se convirtió en licenciada en Ciencia Política y Administración Urbana.
Para entonces ya habían pasado 20 años desde que ella se identificaba como una mujer trans, pues descubrió el término a los 12 años y llevaba cuatro más de lucha para armonizar sus documentos académicos sin pasar por el proceso judicial y médico que resultaba largo y costoso.
Oyuki acabó la carrera en 2010 y su título y cédula habían sido expedidos con un nombre con el que no se identificaba, por lo que a través del Centro de Disidencia Sexual de la UACM y el Tercer Consejo Universitario buscó que la institución se adelantara a las legislaciones locales y la reconociera.
“En ese proceso nos encontramos con un vacío total, incluso, las personas de alto nivel académico carecían de información sobre la identidad de género. Nos tuvimos que empapar de todos los convenios internacionales para sensibilizar al Consejo Universitario. En aquel momento la Ley de Identidad de Género estaba por aprobarse pero no pasaba y cuando la universidad se pone a la vanguardia, invitamos a las autoridades para meter presión. Un año después el reconocimiento de la identidad sin juicio fue una realidad”, relata.
A pesar de su logro, Oyuki Martínez no se considera precursora de los cambios en la ley, pues asegura que ha sido una lucha de muchas personas en las que cada una aportó su esfuerzo para avanzar.
La causa de Oyuki tiene mucha más relevancia porque antes de 2008 –cuando la ciudad dio el primer paso en el reconocimiento a la identidad– las personas trans vivían sin acceso a la educación a causa de la violencia y el acoso escolar y eso se convertía en un factor que las limitaba al buscar trabajo, de acuerdo con el informe Discriminación y Exclusión Laboral de la Población Travesti, Transgénero y Transexual de la Ciudad de México, elaborado en 2009 por Rocío Suárez, coordinadora del Centro de Apoyo a Identidades Trans (CAIT).
“Podemos decir que las personas trans que actualmente tienen 35 años y de ahí para arriba son, en cierta forma, generaciones perdidas”, afirma Rocío.
Suárez asegura que la población trans que rebasa esa edad se enfrentó a dejar la escuela desde niveles básicos o a permanecer con su identidad biológica con tal de estudiar y, después, al cambiar, no poder ejercer su profesión “por ser alguien diferente”.
“Hablamos de personas trans que vivieron violencia y discriminación, que en su juventud no obtuvieron ningún tipo de reconocimiento a su identidad y que en edades adultas sus posibilidades de empleo están limitadas al trabajo sexual, al estilismo, a encerrarse en call centers, como cajeras o demostradoras y que incluso ahora con los cambios a las leyes y los procesos de inclusión, nadie se ha preocupado por saber dónde están y cuáles son sus necesidades”, explica.
Oyuki sabe lo que es no encontrar un empleo por ser diferente. A los 13 años le dijo a su familia que era una mujer trans, tenía miedo de lo que su padre, un hombre recio originario de Oaxaca, podía decirle; sin embargo, la respuesta la sorprendió: “Sus palabras nunca se me van a olvidar. Me dijo ‘yo tuve a un cabrón, pero si tu quieres ser así, nada más no dejes de estudiar’. Era algo que no me esperaba, sobre todo porque después la más difícil de entender todo fue mi mamá, con quien yo era más cercana”.
A los 14, la joven inició su transición y eligió verse andrógina hasta los 18. Justo cuando empezaría la universidad, su padre falleció. Él era el sostén económico del hogar y ante la nueva realidad, Oyuki tuvo que olvidarse de la escuela y buscar trabajo para apoyar en los gastos, el problema fue que su imagen no se “ajustaba” a lo que los empleadores querían.
“Hay una frase que siempre comento ‘no es por gusto, es el último recurso’ y quienes hemos enfrentado situaciones de exclusión nos fuimos al trabajo sexual a pesar de ya tener un nivel académico. Lo positivo fue que con las chicas reafirmé mi identidad y el proceso de transformación corporal y 10 años después regresé a la escuela: iba ‘del tacón al salón’ porque en la noche trabajaba en la calle y a las 7 de la mañana tenía que estar en clase. Yo tenía tantas ganas de estudiar que incluso ahora estoy haciendo una maestría”, dice.
Oyuki Martínez entró en el bloque de las primeras 50 personas trans que en 2015 hicieron su cambio legal de identidad de género sin necesidad de juicio.
De acuerdo con datos del Registro Civil de la CDMX, de enero de 2013 a marzo de 2019 se han entregado 3,866 Actas de Cambio de Identidad de Género y Reasignación Sexogenérica, siendo 2015 y 2017 los años con la mayor cantidad de trámites con 1,159 y 1,060, respectivamente.
El cambio legal consiste en un proceso administrativo en el que solo se necesita ser mayor de edad, llenar una solicitud, presentar una identificación vigente, un comprobante de domicilio que acredite su residencia en la capital y, de manera presencial, indicar el nombre y género con el que desea ser reconocido.
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En el caso de los menores de edad todavía se requiere la intervención de jueces y especialistas, un dictamen psiquiátrico, un expediente clínico y un interrogatorio, cuya resolución puede durar hasta 7 meses. Sin embargo, en abril de este año el Parlamento de Mujeres de la CDMX propuso y discutió la modificación al Código de Procedimientos Civiles para que los menores puedan elegir su identidad libremente, por lo que dicha iniciativa deberá resolverse en el Congreso de la Ciudad de México a más tardar en agosto próximo.
Armonizar el resto de la documentación oficial es otro reto para las personas trans, pues es un proceso que les puede llevar entre seis meses y un año. Mientras el acta de nacimiento, la credencial de elector y la CURP se resuelven en poco tiempo y con trámites administrativos, los problemas empiezan con la documentación escolar: en niveles básicos y medio superior hay que esperar 30 días hábiles (en cada caso) para obtener una respuesta, y una vez que se cuenta con el historial académico actualizado, se puede solicitar el cambio a nivel licenciatura.
A eso se le suman los procesos para cambiar de nombre propiedades, deudas, cuentas bancarias o recibir herencias, pues no existen protocolos específicos que garanticen que la población trans podrá conservar lo que había adquirido cuando su identidad era otra.
Las familias salvan vidas
Uno de los primeros recuerdos de Ryan Espinosa es que a los tres años su mamá lo descubrió haciendo pipí de pie y le dijo que eso no lo hacían las niñas. La disforia se hizo más notoria cuando no dejaba que su familia le pusiera vestidos, cuando soñaba con ser un hombre como su papá e incluso cuando le molestaba que le dijeran lesbiana, al tener a su primera novia. Desde entonces, Ryan se identificaba como un chico trans.
“Mi familia era muy cerrada, ya me habían llevado al psicólogo porque me gustaban las niñas y cuando supe que era trans no les dije nada y me escapé de mi casa, tenía 15 años y desde ese momento empecé con mi tratamiento. Trabajé, ahorré y a los 17 me fui a Guadalajara. Un año después me di cuenta que tenía que enfrentarlo, hablé con mi familia y mi sorpresa fue que me aceptaron, me dijeron que me iban a amar y respetar y desde entonces mi sueño se volvió realidad porque alguien más lo vive conmigo”, cuenta.
De acuerdo con Martha Elena Díaz, coordinadora del grupo Transfamilias, el apoyo del núcleo familiar es capaz de salvar vidas, ya que la falta de apoyo los aísla y es cuando los riesgos aumentan, pues pasan por procesos de automedicación, consumo de sustancias e incluso intentos de suicidio.
Martha Elena tiene una hija trans y considera que las familias tienen un “efecto eco”, al ser capaces de cambiar el entorno, la colonia en la que vives, los lugares de trabajo y la percepción de las amistades.
“Cuando una familia te hace parte de su historia, nunca le vas a contar un chiste homofóbico o no te vas a volver a expresar mal de la diversidad sexual y si eso pasa, hay que ser conscientes que vamos a perder amigos y familia. Una vez un familiar me dijo que yo iba a ser bien recibida en su casa, pero nunca quería volver a ver a mi hija. Lo triste es que no sabes de dónde van a venir esos comentarios, aunque nada se compara con el orgullo que siento de caminar junto a ella”.
La coordinadora de Transfamilias considera necesario que los padres de hijos trans acudan a grupos de apoyo para conocer a otras personas, vencer prejuicios, saber qué hicieron otros padres para entender que la decisión no tiene que ver con una mala crianza, que no se trata de ellos sino de sus hijos y que dar ese acompañamiento los va a convertir en una familia indestructible. Una vez superado el shock inicial, nada en ellos se va a romper.
La vida de Ryan Espinosa cambió tanto que sus padres lo consuelan cada que enfrenta una situación de rechazo y su abuelita, quien solía no aceptar los temas de la diversidad, ahora lo acompaña a sus tratamientos médicos y corrige a las personas que no se dirigen adecuadamente a su nieto.
“Te puedo decir que me siento pleno, solté muchas cargas que tenía cuando me predispuse y escapé de mi casa. Ahora, escuchar que mis padres están orgullosos de mí y que me aman como soy, me da la fortaleza que necesito cada día para afrontar todo lo feo que hay allá afuera”.