No somos iguales
La desigualdad en la Ciudad de México es más que tener o no tener dinero, o acceso a servicios de educación y salud.
Por: Colaborador
*ESTE REPORTAJE FORMA PARTE DEL ESTUDIO ROSTROS DE LA DESIGUALDAD, REALIZADO POR CHILANGO EN COLABORACIÓN CON OXFAM MÉXICO, PERIODISMOCIDE Y KING’S COLLEGE LONDRES.
La desigualdad en la Ciudad de México es más que tener o no tener dinero, o acceso a servicios de educación y salud. Es la capacidad de soñar, de salir con amigos, y la posibilidad de que esos sueños se cumplan. Este es un retrato de las barreras físicas y psicológicas que separan a los capitalinos de acuerdo con su estrato social.
Por: Alejandra Sánchez Inzunza
Con información de: Pablo Zulaica, Carla Colomé, Carlos Carabaña,
Aída Quintanar y Ana Paula Tovar
Así vivimos los chilangos a partir de lo que ganamos
Desde su penthouse de dos pisos en Lomas de Chapultepec, con cerradura eléctrica y amplios ventanales que iluminan su sala, Esther García, de 42 años, sueña con el día en que hará un crucero alrededor del mundo o adquirirá un departamento en la playa para disfrutar de su vejez. Si en este momento alguien le regalara mil pesos, los gastaría en una cena y si tuviera 10 mil pesos, se iría de fin de semana. En otro extremo de la ciudad, donde muchos ni siquiera saben que Mixquic aún es parte de ella, María de Jesús Mendoza no sabe lo que es soñar. Si recibiera mil pesos los gastaría en comprar pollos para comer y no sabría qué hacer con 10 mil pesos porque, dice, nunca ha visto tanto dinero junto.
Esther, una mujer blanca de cabello castaño y ojos azules, trabaja en la comunicación de una marca mexicana que diseña joyas y tiene una empresa de productos para gatos. En su casa vive su marido, su hija de dos años y una mujer dos años mayor que ella, quien trabaja en la limpieza y cuidado del hogar. Con ellos viven también sus seis gatos. El departamento en el piso más alto del edificio, así como otro en Polanco, del que recibe renta, son regalos de su familia. Su rutina consiste en trabajar de 8:00 a 13:30 horas, ir al gimnasio, llevar a su hija a clases de música y los fines de semana visitar museos o, a veces, ir a Morelos o Acapulco. Al menos dos veces al año se va de vacaciones al extranjero.
María de Jesús, una mujer fuerte de piel trigueña y ojos achinados, es ama de casa, tiene 59 años y considera que todos los días son lo mismo. Se despierta a las 7:00, barre, riega plantas, lava trastes, le da de comer a su marido, quien se va al campo a trabajar, y después alimenta a sus pollos y cerdos. A veces vende verduras y gana, a lo mucho, unos 80 pesos al día. Nunca sale de Mixquic, ni siquiera en feriados. Cuando ha trabajado fuera de casa, ha sido como empleada del hogar. No acabó la primaria y hace unos meses, cuando se le voló el techo de zinc de su casa de madera, fueron los vecinos quienes le ayudaron a ponerlo de nuevo.
García es del 1% más rico de la ciudad, estudió una maestría y si se enferma acude al hospital ABC de Santa Fe. Aunque lo pareciera, Mendoza no es del escalón más bajo en la pirámide de ingresos. Ella forma parte del decil 4 —la división en 10 partes iguales de los habitantes a partir de sus ingresos, en el que 1 es el más bajo y 10 el más alto—,por lo que no está en el peor de los casos. Pertenece al grupo de ingresos bajos, pero nunca ha sufrido para tener comida en la mesa. “Mi esposo trae verduras y las hacemos en torta”, cuenta. Más allá de sus ingresos, su ropa, su educación y lo que ven cada día al salir de casa, lo que más diferencia a Esther García de María de Jesús Mendoza es la capacidad de hacer elecciones sobre su vida, de soñar y de divertirse. Mendoza dice que no tiene amigos y casi no conoce nada más fuera de Mixquic.
En su mundo tan inmediato, Mendoza no entiende qué es la desigualdad, porque, para ello, debería tener un punto de comparación. Su vecina, Rosa María Godínez, en cambio, no tarda en definirla: “es que unos tienen más que yo, y yo no tengo”, dice la mujer que vive en una casa maltrecha, hecha de tabla, rodeada de vacas y gallinas. Para Esther García tener o no tener depende de algo tan injusto como el azar.
Chilango entrevistó a 50 personas de 10 estratos sociales diferentes para entender cómo se vive la desigualdad en la CDMX. En alianza con Oxfam México, el Programa de Periodismo del Centro de Investigación y Docencia Económica (PeriodismoCIDE), y King’s College de Londres, se observó que, además de afectar las realidades económicas y sociales de las personas, la desigualdad marca su capacidad para decidir sobre su vida, soñar y, a su vez, cumplir estos sueños.
En algunas zonas de Álvaro Obregón y Cuajimalpa los contrastes en la urbanización resultan extremos. La experiencia de los habitantes es muy dispar a pocos metros de distancia.
“Quienes están en la parte más alta de la distribución aspiran a (..) tener una casa con una biblioteca con vista al mar y probablemente lograrán realizar todo esto llegado el tiempo oportuno. (…) Quienes están en las secciones medias de la distribución de ingresos sueñan con irse fuera de la ciudad, a llevar vidas más tranquilas o al campo, o terminar sus estudios para poder acceder a mejores oportunidades. Por otra parte, quienes menos tienen no tienen ni sueños. Los pocos que enuncian algunos quieren mejorar su entorno comunitario”, señala una de las conclusiones preliminares del estudio Rostros de la desigualdad, que elabora Oxfam México a partir de estas entrevistas.
Si le regalaran mil pesos a Luis Eduardo Montaño (decil 10) los gastaría en mezcales o en un videojuego; Juan Carlos Vázquez (decil 2) compraría comida, ropa y útiles escolares para su familia. “Ni para un gusto siquiera”, sostiene. Para divertirse, Rafael Delgado (decil 5) suele ir a conciertos de rock alternativo, mientras que Rosa Gómez (decil 1) observa las estrellas afuera de su casa. Javier Martínez (decil 10) ha tenido tiempo para cambiar de sueños: escribir y dedicarse a la música, sumar destinos como Japón, Vietnam, Rusia y África o abrir un restaurante con solo tres o cuatro platillos para pocas personas. Lo único que Tomasa Salinas quisiera (decil 3) es comprar un vestido caro o viajar a Cancún.
La desigualdad en la Ciudad de México no solo tiene que ver con la distribución de los ingresos y el acceso a oportunidades, sino con las limitaciones físicas y emocionales. Es más probable que Javier Martínez dé la vuelta al mundo y abra un restaurante mientras escribe y toca música, a que Tomasa Salinas, una vendedora de lentes en Tepito, compre su vestido. Aunque tienen los mismos derechos y los dos viven de su trabajo, Martínez y Salinas no son iguales porque no tienen la libertad de hacer lo mismo.
¿De qué depende esta desigualdad? Entre los entrevistados, hay quien cree que quien nace pobre muere pobre, que los pobres existen porque Dios lo decide, porque han tenido mala suerte o consideran que “la pobreza está en la mente”. La tesis más extendida es que es una cuestión mucho más de destino que de libre albedrío. Como el hecho de que Guadalupe de la Cruz viva al fondo de un camino en San Gregorio Atlapulco, Xochimilco, determina que “prefiera” no salir a divertirse para no gastar. “Ay, no, tan lejos que está todo no dan ganas de salir. Y usted sabe que para pasear se necesita dinero”, cuenta esta viuda, abuela, vendedora ocasional de telas. También podría atribuirse al azar el hecho de que Aidé Ruiz naciera en Bosques de las Lomas, haya ido a buenos colegios al igual que su marido y ahora tenga una vida incluso mejor a la de sus padres.
Pero en realidad esto se explica de otra manera. A Tomasa Salinas le hubiera gustado estudiar, pero dice que “era muy burra”. Gloria Johanna Saavedra (decil 3), de 24 años, quisiera ser criminóloga pero no puede por su situación económica. Está convencida de que, de poder hacerlo, su vida sería muy diferente. Adrián Cortés (decil 1) logró titularse de ingeniero y ahora aporta ingreso a su hogar con un trabajo en la banca, pero todavía lucha por el acceso a servicios básicos en la casa que comparte con su madre en San Miguel Ajusco. El camino para cada persona en esta ciudad, desde el día de su nacimiento, está pavimentado de una manera abismalmente diferente.
“Las desigualdades educativas siguen siendo severas. Si bien las diferencias de ingreso se han atenuado en los últimos años, todavía generan las mayores brechas en los resultados educativos”, señala el informe Desigualdades en México 2018, elaborado por el Colegio de México.
Sandra e Ismael Leyva también creen que de haber estudiado más, tendrían una vida mejor. Ella solo cursó la primaria y por eso, dice, no consigue trabajo. Él labora en un call center y lleva tiempo buscando una mejor opción. Aunque son clasemedieros, no salen de paseo ni al cine. Él sueña con tener un negocio propio. Ella, con tener una casa propia.
Desde el año 2000, según el estudio del Colmex, las oportunidades para acceder a empleos de calidad han disminuido. Aproximadamente el 25% de los empleados en el país ganan menos de un salario mínimo, pocos tienen seguridad social y una gran mayoría trabaja sin contrato. A raíz de la recesión de 2008, el valor real de los salarios va a la baja en el país, incluso para quienes tienen alta escolaridad. Las posibilidades de salir de la pobreza en México, además, son mínimas, ya que se trata de uno de los países con menor movilidad social del mundo. “Aun con talento y esfuerzo, el panorama de la movilidad es muy desalentador”, apunta el estudio del Colmex.
Los sueños de los entrevistados van desde poner una paletería o una farmacia, hasta tener una ONG para ayudar a inmigrantes o simplemente tener agua en casa. Hay una desigualdad de horizontes, de tratos, de preferencias, de gustos. Para Rosa Gómez, quien sueña con poner una barda para que la tierra de la barranca donde vive no se vaya encima de su casa, la desigualdad significa que “si eres pobre no te puedes defender”. “Un pobre no tiene justicia, y un rico sí porque compra con dinero. Y si tú pones tu queja, no te hacen caso”, dice Gómez, sentada sobre el talud que hay sobre su casa, al borde del camino que se le podría venir sobre el tejado. Otros, como Abelardo Chávez, consideran que “con dinero baila el perro y como te ven te tratan”.
Mari Alonso (decil 2), una madre menuda que llegó a la ciudad en busca de trabajo pero aún sueña con su pueblo de árboles frutales, dice no saber mucho del tema, pero que cuando ha ido a laborar limpiando casas en lugares como Polanco o Lomas de Chapultepec se siente “muy chiquita”. No lo enuncia con resentimiento, de hecho, habla casi con culpa. Pertenecer a un decil, identificarse con una clase social y a veces mirar otras, impacta en la autoestima y es un choque a las fronteras mentales de cada persona.
Mari vive en un pequeño cuarto de servicio rentado en la azotea de un edificio de la calle Talavera, una de las peatonalizadas en el barrio de La Merced, entre departamentos ocupados no por vecinos, sino por otros comercios. Vive junto a sus tres hijos, que ahora rondan los 30 años y a quienes crió en solitario con una ayuda por ser madre soltera. Cuando llegó de su pueblo mexiquense cercano a Michoacán, trabajó como empleada del hogar de familias pudientes y hacía más de dos horas diarias entre ir y venir de su casa al trabajo. Cada día cruzaba una serie de barreras físicas e invisibles, en las cuales no reparaba, pero le quedaba una sensación: “me siento muy sencilla, y allí te ve la gente como que… uch… van volando, ¿no?”. Hoy se dedica al comercio piramidal y a vender desayunos tienda por tienda para quienes llegaron a trabajar con prisas en la mañana. Extraña la convivencia y los lazos de su pueblo, pero allí no le quedaba más trabajo que la pisca de fruta bajo los rayos del sol.