En cuanto se lo colocaron en el dedo índice, el oxímetro marcó 75% de saturación de oxígeno y 33 de frecuencia cardiaca —la mitad de lo que registra una persona sana—. El semblante de la enfermera cambió. Estaba sorprendida. Solo atinó a ver a Laura con la boca abierta. No dijo ni una palabra.
—Tal vez debería probar en otro dedo, es que ahí no me agarra bien, explicó la mujer de 28 años.
—Qué bueno que te conoces. Pensé que te estaba dando un infarto. Respondió la enfermera con una risa nerviosa.
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Tras unos segundos, la asistente cambió el oxímetro al dedo medio y recuperó el aliento (y mejoró su semblante) al ver que la joven presentaba parámetros normales.
La historia de Laura con los oxímetros y sus mediciones disparatadas comenzaron cuatro meses antes de ese 22 de febrero.
En octubre del año pasado, Javier, su hermano, se contagió de covid-19. Laura y su familia compraron un oxímetro para ver cómo evolucionaba la enfermedad. Una día, la joven probó el aparato varias ocasiones, pero nunca logró hacerlo funcionar correctamente.
La medición brincaba de 49 a 69 y luego hasta 89. Los registros subían y bajaban como carrito en una montaña rusa en segundos.
Este no es un problema que solo Laura ha vivido.
La medición del oxímetro puede ser afectada por distintos factores, como el esmalte de uñas, el estado de las baterías, la postura y hasta la presión baja, de acuerdo con un artículo del Tec de Monterrey.
A pesar de ser un aparato útil en esta pandemia, también es de suma importancia contar con asesoría médica y verificar que se usa adecuadamente, especialmente en casos de personas con covid-19.
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El camino previo a la prueba de covid-19
Laura llevaba una semana con dolor de garganta antes de llegar al médico.
En la consulta, el doctor le preguntó en varias ocasiones sobre otros síntomas, pero ella solo hablaba del dolor de garganta y de un fuego labial.
—Los fuegos son señal de que tuviste fiebre, ¿segura que no tuviste temperatura?, insistió el médico.
Ella no recordaba haber tenido fiebre, pero la insistencia del médico la hizo dudar. “¿Será que tuve fiebre y no me di cuenta? ¿De qué otras cosas no me he dado cuenta?”, pensó, mientras estaba sentada en el consultorio escuchando más preguntas.
Finalmente, el médico le recetó un antibiótico para la infección en la garganta y le recomendó hacerse una prueba de covid-19 en caso de que aparecieran otros síntomas. Laura asintió y salió. Le acababan de tomar la temperatura. Estaba en 36.3 pero se sentía hirviendo. No dejaba de pensar en la posibilidad de haber tenido fiebre sin notarlo.
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Ante la duda, la joven acudió un día después a uno de los kioscos de la salud a que le hicieran la prueba de covid-19.
Lo mejor era actuar rápido, tal como lo aprendieron cuando su hermano se contagió. En aquella ocasión, no había pruebas rápidas y las gratuitas tardaban hasta 10 días en entregarse por la alta demanda. Laura y su familia decidieron no perder más tiempo. Javier llevaba una semana con dolor de garganta y una ligera tos. Fueron a una clínica privada. Entre la prueba, medicinas, el oxímetro, un termómetro, desinfectantes y platos desechables gastaron cerca de $5,500.
Hasta ahora, Laura y su mamá no saben si se contagiaron en octubre. Averiguarlo representaba un gasto adicional de $6,000, que no tenían. Como ellas se sentían bien, solo se aislaron y se mantuvieron en comunicación constante con un médico de la familia.
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¿Vienes por trabajo o tienes síntomas?
El día de su prueba de covid-19, Laura llegó al kiosco a las 8:30, media hora antes de que abrieran. Ya había 57 personas delante de ella. Algunos iban solos, otros con su pareja, pero también había familias enteras.
Mientras repartían las fichas para las pruebas, los trabajadores del kiosco preguntaban a los pacientes si había síntomas.
Los dos hombres más cercanos a Laura no tenían ninguna molestia, pero acudieron porque en su trabajo les pidieron la prueba. Incluso a uno de ellos le prometieron un ascenso, pero debía presentar la prueba. “Es un protocolo de seguridad”, le dijeron en el trabajo.
La fila avanzó más rápido de lo que Laura pensó. En hora y media ya estaba frente a la carpa desmontable. Adentro, tres personas con equipo de protección de los pies a la cabeza tomaban datos personales y llenaban formas.
—¿Tienes síntomas? ¿No? ¿Entonces vienes por trabajo?, preguntaban una y otra vez.
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Cuando llegó su turno, Laura mencionó el dolor de garganta y refirió no tener enfermedades crónicas. Le dieron una hoja y le pidieron que revisara sus datos. “Checa que tu nombre sea correcto y pasa a la siguiente carpa”. Eso fue lo último que ella y todos los asistentes escucharon antes de que les hicieran la prueba.
La sentaron en una silla. Le mostraron un hisopo muy largo. Le dijeron que la prueba de covid-19 duele, que arde y que podría provocar sangrado. “Es normal”, le explicaron.
Acto seguido, le pidieron que se bajara el cubrebocas, que solo se descubriera la nariz y le introdujeron el hisopo.
En efecto: le ardió y le dolió, pero la molestia se le olvidó una vez afuera, cuando le tocó esperar entre 15 y 20 minutos por los resultados.
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Nervios, miedo y una fila invisible
Mientras esperaba su resultado, Laura notó que cerca había una familia de seis integrantes. Guardaban silencio. Tenían tres kits con medicamentos, lo que indicaba que al menos la mitad estaban contagiados, entre ellos una niña.
El nerviosismo crecía. Comenzaron a llamar a los pacientes. Si llamaban a varias personas se trataba de resultados negativos. Si le hablaban a una era sinónimo de que la prueba de covid-19 era positiva. Laura notó que personas que estaban detrás de ella en la primera fila ya habían obtenido resultados.
Recordó que desde el inicio de la pandemia solo salía para comprar alimentos o para ir al banco. Hace casi un año que extrema medidas de seguridad. Se baña después de volver de la calle, desinfecta todo lo que trae del exterior y evita estar entre mucha gente. Aún así sentía miedo.
Tres familiares suyos se han contagiado. Cinco de sus vecinos son parte de las más de 36 mil personas fallecidas por covid-19 en CDMX. El mayor miedo de Laura es contagiar a su mamá, con quien comparte habitación.
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Finalmente gritaron su nombre. Entró a la carpa. Junto con ella iban ocho personas, todas negativas a coronavirus. Les mostraron la prueba de covid-19 y les permitieron tomarle una foto con la condición de no tocar los reactivos.
—Ahora las indicaciones: usar siempre cubrebocas, mantener sana distancia y lavarnos las manos. No usen guantes en espacios abiertos, es lo más contagioso que pueden hacer, explicó el trabajador.
Fue todo.
Cuando salió, Laura recordó que la última vez que había estado en una fila tan larga fue en 2019 cuando acudió al Bosque de Chapultepec para ver la actividad inmersiva por el Día de Muertos. Todo era distinto entonces. En aquellos días no sentía miedo de estar entre tanta gente; ahora, las aglomeraciones le provocan crisis de ansiedad. Físicamente está bien, pero su salud mental se ha visto muy mermada.
Mientras caminaba a casa, también se percató que ya está formada en otra fila —una invisible— en espera de la vacuna contra covid-19.
De acuerdo con el plan de vacunación de autoridades federales, la joven de 28 años podría vacunarse hasta después de junio de 2021, debido a su edad.
Aunque la fila es invisible, según la calculadora de vacunación, delante de ella hay entre 31 millones 833 mil 28 y 69 millones 395 mil 16 personas. Al igual que muchos chilangos, la joven lleva un año encerrada. Le toca esperar más. La pandemia todavía no termina.
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