Me siento viva. Era la tarde del domingo 8 de marzo. Minutos antes había participado junto con miles de mujeres —80 mil según cifras oficiales; 400 mil, de acuerdo con organizadoras— en la marcha del 8M 2020. La protesta inició en el Monumento a la Revolución y terminó en el Zócalo.
Cuando la marea violeta aún no terminaba de esparcirse por las vías del Centro Histórico, llegué a una pizzería en la calle de Regina. Había decenas de hermanas desconocidas, cuyo único lazo en común eran unos pañuelos verdes y morados.
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Pedí una cerveza. Un artista callejero llegó al lugar y comenzó a cantar. “Caminaremos juntas, escaparemos de la realidad…”. Cantábamos todas una nueva versión de Fobia, y nos sentíamos vivas.
Dos meses antes había recibido una sacudida que hizo inevitable participar en la marcha del 8M de 2020. Junto con mi colega y amiga Diana Delgado, comenzamos a trabajar en el reportaje especial No somos invisibles, publicado por Chilango en marzo de ese año.
En ese entonces, los medios cubrían las protestas feministas, pero pocos se sentaban a conversar a profundidad con las colectivas. Fue así como me enfrenté al feminismo. Un reto que implicó paciencia, compromiso y –sobre todo– recordar y reconocer la grandeza de ser mujer.
En ese entonces, Diana y yo pensamos que íbamos preparadas para tumbar las respuestas de nuestras fuentes. Tras 12 horas de entrevistas con 16 feministas, de entre 17 y 50 años, lo único derribado fueron nuestras propias preconcepciones.
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Previamente a las entrevistas, no me sentía representada por las protestas. ¿Por qué para pedir justicia por delitos contra las mujeres hay que romper vidrios y hacer pintas? Todo cambió tras platicar con las colectivas.
En una de las conversaciones, una integrante de una colectiva de la UNAM expresó: es lo que quisiera que hicieran por mí si desaparezco. Es lo que haría si le pasa algo a mi hermana, a mi amiga.
Pensé en mi sobrina, de características de la población vulnerable. Una adolescente, de tez morena clara, cabello largo, que vive en el Estado de México, entidad líder en feminicidios en el país, donde tan solo el año pasado se registraron 150 feminicidios, según cifras del Secretariado Ejecutivo del Sistema Nacional de Seguridad Pública (SESNSP).
¿Qué haría yo si le sucediera algo a mi sobrina?
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Estar frente a mujeres que cambiaron normas universitarias, políticas públicas y leyes estatales, que abrieron espacios de acción para nuestro género, que protestan y luchan para que cualquier mujer pueda vivir libre y segura, fue impactante.
Escucharlas me obligó a reflexionar sobre mis relaciones familiares, afectivas, sexuales, laborales y amistosas. ¿Cuánto maltrato he soportado en silencio?, ¿cuánto daño he ejercido?, ¿de cuántos abusos he sido víctima?, ¿qué implica ser mujer?
Las respuestas no solo duelen. Te confrontan con tu pasado y te obligan a una deconstrucción para evolucionar a ser una mejor mujer.
La empatía se aviva cuando te involucras con el feminismo. Entiendes que todas y cada una de las formas de violencia contra las mujeres son importantes, deben exponerse y tienen que derribarse.
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De acuerdo con datos de la Fiscalía General de Justicia de CDMX, el promedio mensual de carpetas de investigación abiertas el año pasado es de 261 por abuso sexual, 126 por violación, 90 por acoso sexual, así como 2 mil 274 por violencia familiar y 6 de feminicidios.
A esas cifras hay que sumar los casos que no se denuncian.
Con ese contexto, participé en la marcha del 8M de 2020. Poco importaron mis padecimientos físicos y mi miedo a la calle. Me vestí de morado, me puse zapatos cómodos y salí a protestar junto a mis hermanas desconocidas.
Al llegar a la plancha del Zócalo capitalino, una joven pintó en el piso con aerosol: “Alfredo Hernández violador”. Luego confesó que su agresor era su padre. Todo cobró sentido.
Enfurece conocer los horrores que han sufrido mujeres de parte de quienes, se supone, deberían amarlas y protegerlas.
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No importa dónde estés ni cómo vistas, la violencia contra las mujeres es común en todos los ámbitos. Seguro cada mujer a nuestro alrededor guarda en su corazón o quiere borrar de su memoria un abuso, un maltrato, un tocamiento, una violación, o —como yo— todas las anteriores.
Por ello, resulta importante denunciar —ya sea en el Ministerio Público, en redes sociales o de forma anónima— y acuerparnos para alzar la voz ante autoridades. Hacerlo ha derivado en iniciativas, leyes, destituciones, despidos, detenciones e investigaciones. Además, cuando compartimos, sanamos.
Al involucrarme con el feminismo, obtuve un compromiso social y conmigo misma. Ya no puedo ver una injusticia o un atentado contra los derechos de una mujer sin hacer nada.
Tampoco tolero que alguien —sin importar la relación sentimental o la jerarquía laboral— pase de nuevo sobre mí ni agreda a otra mujer.
Como bien canté ese 8M: “transformaremos mundos”. Y sí, claro que me siento viva. Tan viva como el feminismo.
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