El camino hacia la fosa común
De la calle, a la morgue y de ahí… ¿al olvido? Este es el proceso que pasa una persona en situación de calle desde que muere hasta la fosa común en la CDMX.
Por: Colaborador
De la calle, a la morgue y de ahí… ¿al olvido? Este es el proceso que pasa una persona en situación de calle desde que muere hasta que sus restos acaban en la fosa común en la CDMX.
“Manito, el Escalera se murió”. En cuanto termina de decir la frase, Dinorah me abraza y llora. Uno de los impresores de la plaza de Santo Domingo, en el Centro Histórico de la CDMX, está con ella y le acaba de dar la noticia. Todos los que habitamos la zona conocíamos a Escalera, el teporocho del barrio.
—Hay que ir por el cuerpo — le digo a la chica cuando recupera la calma.
—Ya lo intentamos — responde el impresor—. El Ministerio Público dijo que nos lo daban si teníamos funeraria que moviera el cuerpo. Hicimos la “vaca” entre la banda y solo juntamos 1,500 varos. El servicio cuesta siete mil.
—¿Y entonces?
—Pos ya regresé el dinero. Ni modo, se va a ir a la fosa común en la CDMX. Ya no es el Escalera; ya nomás es un cadáver.
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Semanas antes una ambulancia del Escuadrón de Rescate y Urgencias Médicas (ERUM) recogió a Escalera. Estaba tirado en el lugar en el que pernoctaba: a un costado de la iglesia de Santo Domingo, pasando los arcos de la calle Leandro Valle. Esa mañana, el cuerpo del vagabundo descansaba sobre su cama de cartón, encogido, tembloroso. Sus piernas flexionadas casi tocaban su pecho y sus manos estaban a la altura de la boca entreabierta, que dejaba escapar tos y un hilo de espesa saliva que se enmarañó en sus barbas. La gente ni lo miraba y quienes sí lo hacían, pensaban que la cruda le jugaba otra mala pasada.
A las 11 de la mañana los espasmos cesaron; Escalera no se movía. Fue hasta entonces que un impresor se dio cuenta de que el hombre no temblaba por falta de alcohol sino de calor. Llamó a una ambulancia. Una hora y media después llegaron los paramédicos. “No pudimos venir antes, somos pocas unidades”, dijo el rescatista a la señora que les reclamó la tardanza.
En enero de 2017, el frente frío número 21 trajo a la Ciudad de México temperaturas por debajo de los cinco grados centígrados. Los meses fríos son más duros para las 4,354 personas en situación de calle—forma políticamente correcta de llamar a teporochos, vagabundos, mujeres y niños que duermen en la vía pública— que hay en la capital del país, de acuerdo con el censo levantado en 2017 por el Instituto de Asistencia e Integración Social (IASIS).
El texto Vivir y morir desconocidx, publicado por El Caracol, organización que desde 2014 contabiliza los decesos de las personas no identificadas, indica que la primera causa de muerte en las personas en situación de calle son las enfermedades que pueden ser prevenibles y curables, como la hipotermia.
Por más que los paramédicos le hablaban y movían, Escalera no recuperaba el conocimiento. Lo subieron a la ambulancia y lo llevaron al Hospital General Gregorio Salas, a unas calles de la Plaza de Santo Domingo. El ulular de la sirena terminó en cuanto el vehículo ingresó a Urgencias. Lo bajaron y lo condujeron dentro del edificio. La gravedad de su caso lo llevó a saltarse a varios pacientes.
Una trabajadora social leyó el informe del responsable de la ambulancia y marcó a Locatel. “Es una persona en situación de calle de sexo masculino, de 70 años de edad y 1.80 de estatura. Viste pantalón gris, playera blanca, chamarra café, encima un chaleco negro con capucha y unos guantes del mismo color con los dedos recortados. No trae identificación”, informó la mujer. Luego reportó lo mismo al Centro de Apoyo a Personas Extraviadas y Ausentes (CAPEA).
Dos días después Dinorah y yo nos presentamos en el hospital para preguntar por Escalera. No era la primera vez que llegaba ahí: regularmente ingresaba al sanatorio por una congestión alcohólica. Queríamos llevarle papel de baño, cepillo de dientes, unas sandalias y otros artículos personales que les piden a los pacientes. El hombre de la ventanilla nos confirmó el ingreso de un sujeto que coincidía con la descripción que hicimos de Escalera, luego nos mandó a la oficina de trabajo social. “Los voy a dejar pasar para que lo reconozcan. Está muy grave”, dijo la trabajadora social.
El hombre inconsciente sobre la cama era Escalera. Por primera vez lo vimos sin sus ropas mugrosas y roídas. Vestía una bata blanca. En un pizarrón sobre la cabecera se leía el número de expediente médico, hora y día en que ingresó y su edad. Le habían calculado setenta años; semanas antes, él dijo que tenía 57. El suero conectado a su mano derecha, en la otra un aparato le medía el pulso. Las extremidades inferiores, desde las flacas pantorrillas hasta los tobillos, fueron envueltas en vendas, como un disfraz de momia mal hecho. Una delgada manguera salía de su entrepierna. Un gorro de quirófano cubría su cabeza. Los ojos entrecerrados por momentos parecían moverse. Sus labios resecos se abrían, murmuraban algo y volvían a cerrarse. Lo que más llamaba la atención era un largo tubo que salía de su cuello perforado y se conectaba a un aparato.
—Tuvimos que hacerle una traqueotomía; ya no puede respirar por sí solo. Sus pulmones están muy dañados —explicó un médico.
—¿Saben si tiene alguna enfermedad crónica? ¿Ustedes son su familia? Para que nos firmen —inquirió una enfermera.
—No. Lo conocemos porque vive en nuestra calle —respondí—. No sé si tenga una enfermedad, pero decía que esa cicatriz en la mejilla quedó de una vez que se disparó.
—Él no se dio un balazo —respondió el médico tajante—. Esa cicatriz es por otra cosa. No hay rastros de que por ahí haya pasado una bala.
—¿Lleva mucho dormido?
—No ha despertado desde que ingresó. Llegó muy mal. Ni siquiera lo pudimos bañar porque era urgente atenderlo. Ya no les puedo dar más información; ustedes no son familiares.
Dos semanas después, Dinorah lloraba porque Escalera había muerto.
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Escalera llegó a Santo Domingo hace unos 20 años. Antes de eso era un policía que tenía agentes a su cargo. El engaño de su mujer con uno de sus subordinados lo devastó. Contaba que se metió una pistola en la boca, jaló el gatillo y que la cicatriz en su mejilla era el recuerdo de su intento de suicidio. Al poco tiempo abandonó su trabajo, se fundió con el alcohol y se fue a la calle. No recordaba, o nunca quiso recordar, el momento en que dejó de ser Ramón Escalera, el policía, y se convirtió simplemente en “Escalera”, el teporocho.
Murió en la primera semana de febrero de 2017. Su cuerpo fue retirado del piso de medicina interna y trasladado al área de patología. Luego fue encerrado en una cámara de refrigeración, en espera que alguna persona reclamara su cuerpo.
Para conocer cómo es la zona de patología de un sanatorio, fui al Hospital General Rubén Leñero, a un costado del Casco de Santo Tomás. Un par de planchas de acero inoxidable por el momento están vacías. El aroma a lavanda, madera y dulce de la loción del hombre que me recibió contrasta con el olor a desinfectante del lugar, en el que realiza exámenes post mórtem para determinar si los cadáveres presentan cuadros infecciosos. El doctor explica también que al sitio llega un agente del Ministerio Público para abrir una carpeta de investigación al desconocido, un perito fotógrafo para documentar y una trabajadora social para reportar el deceso a Locatel y a CAPEA. La etapa final en ese lugar es llevar el cuerpo a una cámara de refrigeración.
Me sorprende que el hombre flacucho abra con facilidad la puerta metálica del refrigerador, que a pesar del grosor —casi el ancho de la palma de la mano— no es pesada. De inmediato el frío se escapa, primero hacia nuestros pies y de ahí sube poco a poco por todo el cuerpo. La cámara se mantiene entre tres y cero grados centígrados, temperatura que conserva por más tiempo la carne fresca.
El cuarto no es más grande que una recamara de estudiantes, en la que caben dos camas individuales, un escritorio y una silla, solo que en lugar de las camas hay dos estructuras parecidas a literas en cada costado. Son las charolas en las que están depositados los cadáveres envueltos en sábanas blancas. Una de ellas soporta bolsas amarillas de plástico: contienen manos, pies, brazos y demás partes de cuerpos que fueron amputadas o desprendidas en accidentes.
“Aquí se quedan tres días. Si en ese tiempo nadie reclama al cadáver se hace el trámite para que se vaya al Instituto de Ciencias Forenses (INCIFO)”, detalla el hombre, quien solicitó el anonimato. “También se van a la UNAM o aquí al lado, al Poli, para sus prácticas de medicina. Eso sí, siempre y cuando no haya un cuadro infeccioso. ¡Imagínate!, pueden garrar hepatitis, tuberculosis, herpes u otra enfermedad”.
Pienso en Escalera y su vida en la calle. Pocas veces lo vi sobrio. Bebía destilado de caña barato, fumaba mariguana y un tiempo se metió “piedra”. Su pareja era la China, una mujer también en situación de calle. En su condición poco les importaba usar un condón cada vez que el cuerpo pedía sexo. Sus ropas estaban sucias, sus manos, que pocas veces lavaban, tocaban el piso donde muchos escupían o aventaban chicles y otros desechos. Es probable que Escalera albergara un virus y que eso le haya impedido, ya sin vida, ir a la universidad.
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Un leve olor a muerto, a químicos y a carne fresca golpea la nariz de quien camina por este pasillo. También la sensación de frío. Mientras se avanza por los pasillos, el silencio del lugar solo se interrumpe con el sonido de los pasos. La luz que entra por los vitrales coloridos, que hacen alusión al trabajo que realizan los médicos forenses, ilumina el lugar que está limpísimo y da una sensación de tranquilidad. Es curioso: a primera vista el sitio parece más un museo que una morgue. Es el número 130 de la avenida Niños Héroes, en la colonia Doctores. Estamos en el interior del INCIFO.
El cuerpo de Escalera fue abandonado en el Hospital General Gregorio Salas y por eso llegó a esta dependencia del Tribunal Superior de Justicia de la CDMX. Traía una orden de necropsia, la carpeta de investigación y un documento para realizar el acta de defunción.
“Un 80 por ciento de todos los cadáveres que ingresan al INCIFO tienen un antecedente de muerte violenta”, platica el doctor Felipe Edmundo Takajashi Medina, director del Instituto. “Personas que fallecen en la vía pública aunque no haya una situación violenta, personas que están en situación de calle, que están en calidad de desconocidas, que están abandonadas en un hospital. Todos esos se pueden convertir en un caso médico legal, por eso ingresan aquí”, agrega.
Unos pasos más adelante, en el anfiteatro se realiza una necropsia que es presenciada por estudiantes de medicina tras el vidrio que divide las salas. Ver el procedimiento a través del cristal amortigua el impacto a la sensibilidad, por lo que nos sentamos en una pequeña escalinata, similar a las gradas de una cancha llanera.
Dos forenses y un fotógrafo trabajan sobre el cuerpo de un hombre tumbado bocabajo. La piel blanca —o, mejor dicho, amarillenta porque ya no hay torrente sanguíneo— y la espalda ancha remarcan unas alas tatuadas desde los omóplatos hasta las nalgas. La palidez lo hace parecer una estatua de cera macabra, no porque esté muerto, sino por los orificios que dejaron las balas en su cabeza rapada y en el costado derecho.
Un bisturí abre la piel a la altura del pulmón. El fotógrafo registra el momento. El médico levanta la piel para saber por dónde pasó la bala. Uno de los forenses saca un órgano y lo coloca en la báscula, como lo hace un carnicero en un mercado. Toman algunas muestras biológicas para los diferentes laboratorios. Abren todas las cavidades y otras áreas anatómicas para establecer la causa de muerte. El cadáver tiene los ojos abiertos, su mirada sin expresión impacta.
“La necropsia permite encontrar diferentes tipos de patologías para poder establecer la causa de muerte y la identidad de las personas”, me dice en otra plática en doctor Takajashi. “No solamente es la necropsia, sino también se realizan más estudios relacionados con la criminalística, balística, tránsito terrestre, química, genética”, agrega.
Como el cuerpo de Escalera llegó en calidad de desconocido, intervinieron en su procedimiento diferentes especialistas en identificación: un antropólogo, un dactiloscopista, un odontólogo, un fotógrafo y un experto en genética. Con los datos que arrojó la necropsia se hizo un expediente post mórtem e ingresó a una cámara de refrigeración en espera de que alguien llegara a identificarlo. Pero nadie se presentó en las siguientes cuatro semanas. Comenzaron así los trámites administrativos ante el Registro Civil y la Secretaría de Salud para darle destino final al cadáver.
En los últimos ocho años, el INCIFO ha enviado 3,286 cuerpos desconocidos a la fosa común en la CDMX. La cifra aumenta cada año: mientras en 2010 el Instituto mandó 351, para 2016 el número se incrementó a 525 y tan solo en los primeros nueve meses del año pasado sumaban 469 cuerpos.
“No debería quedar un solo cadáver en calidad de desconocido”, asegura el doctor Felipe Takajashi con un tono de voz pausado. “Debe haber alguien que lo conozca. Es imposible que no conozcan a una persona, que nadie la reclame”.
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El tramo final hacia la fosa común en la CDMX
Cuando el cadáver de Escalera salió del Instituto iba dentro de una bolsa negra biodegradable. Al dedo gordo del pie derecho se le amarró un pequeño cartón blanco: su ficha de registro. Fue en ese momento en que se convirtió en un “hombre no identificado”. También se leía la causa de muerte, su probable edad, el lugar donde murió, el número de averiguación previa y su destino final: el Panteón de Civil de Dolores.
Una camioneta ingresa por una modesta entrada del cementerio, sobre la avenida Constituyentes. En su interior viajan unos 30 cuerpos que nadie reclamó en el INCIFO. Todos —accidentados, vagabundos, mujeres en situación de calle, fetos y partes amputadas de cuerpos, incluso vísceras— van a la fosa común en la CDMX. Ni siquiera muertos pueden entrar por la puerta grande.
Al fondo del panteón, luego de pasar calles internas llenas de tumbas adornadas con monumentos, crucifijos de azulejo, cerámica y demás materiales, capillas y flores, está un terreno con modestas cruces y criptas rotas. Es el área de la fosa común. Nadie puede ingresar ahí solo. Hay que ir acompañado de vigilancia. Un sendero de casi un kilómetro de largo separa la barranca, parte de la reserva del bosque de Chapultepec, y el terreno de dos hectáreas en el que están enterrados los sin nombre.
Las imágenes de la II Guerra Mundial y el Holocausto provocan que en el imaginario colectivo la fosa común sea un pozo en el que son aventados los cadáveres. En realidad, se trata de varios hoyos en la tierra que se abren según se vayan necesitando. Los trabajadores hacen excavaciones de unos 10 metros de profundidad y de cuatro metros cuadrados. Entre 200 y 250 cuerpos son depositados en cada uno, acomodados en siete u ocho niveles.
“Eso es algo que genera confusión”, platica Samuel Otero González, jefe de la Unidad Departamental de Panteones de la Delegación Miguel Hidalgo. “Hablamos de fosa común en la CDMX y todos imaginamos un hoyototote que nunca se llena. Es el genérico del espacio, pero es el conjunto de fosas, cada una con determinada capacidad”.
Mientras se camina por el sendero de vez en vez aparece un tufillo a muerto que es opacado por el olor a tierra mojada y hierba del bosque. Una construcción circular a nivel del piso llama mi atención. Es un aro de piedra negra, parece un memorial que a los pies tiene flores marchitas. Uno lo atraviesa en seis pasos. Está en el centro de un rectángulo que mide unos 30 metros de largo. En todo ese suelo fueron depositados los cuerpos de las víctimas del temblor de septiembre de 1985.
“Ahí sí llegaron y los aventaron con los volteos”, cuenta Samuel Otero: “No hay registro, no hay conteo, no hay nada. Los muchachos nada más los acomodaban. Terrible. Aquí estuvo el Ejercito viendo todo eso. No hay forma de saber quiénes están ni cuántos están”, dice.
No muy lejos de ahí, el año pasado abrieron cuatro fosas después del temblor del 19 de septiembre. Ninguna fue utilizada.
Desde el año 2000 aproximadamente, el Panteón Civil de Dolores lleva un registro minucioso de los cadáveres que llegan a la fosa común. Es necesario en estos tiempos violentos, cuando a muchas familias no les queda otra que buscar a sus desaparecidos entre los muertos anónimos.
Escalera y otros desgraciados como él fueron depositados en la fosa común un sábado, el día que el INCIFO manda a los desconocidos al cementerio. El vehículo avanzó casi al final del camino. Ahí los trabajadores ya tenían abierto un agujero en el terreno. Fueron bajando uno por uno los cuerpos, mientras el encargado del área revisaba la placa del dedo gordo y la cotejaba con su lista. Luego anotaba en su libreta la ubicación donde quedaría la carga: línea, fosa y nivel. Uno sobre otro fuero acomodados los cuerpos. Luego se les echó tierra y se tapó.
Los cuerpos que llegan a la fosa común en la CDMX están lejos de tener descanso. Sus restos salen a la superficie una que otra vez, cuando una exhumación es requerida por las autoridades. Los muertos son movidos por los bomberos para buscar el cuerpo que una familia pretende recuperar. Las extremidades se desprenden en cuanto cargan o jalan al cadáver, producto de la descomposición. Las larvas que se alimentan de la podredumbre se agitan y el cuerpo del desconocido huele peor que cuando estaba vivo. Hay llanto. Las lágrimas son para el cuerpo recuperado. Los bomberos vuelven a meter los restos. Tal vez en unos meses volverán a sacarlos en caso de otra investigación judicial.
Dentro de unos 40 años los trabajadores del panteón de Dolores volverán a sacar los restos de esa fosa. Será necesario el espacio, puesto que en esa área también hay sobrepoblación. La carne y órganos de los cadáveres ya no existirán. Los huesos, que una vez sostuvieron a Escalera, serán colocados en una bolsa junto a otros que jamás fueron identificados. Dos hombres harán una excavación más profunda en el fondo de la fosa. Luego depositarán la bolsa de restos y la cubrirán con tierra. Encima acomodarán a nuevos desconocidos. Será entonces que Escalera, el teporocho de Santo Domingo, descansará en paz.
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