El sobre se deslizó bajo una puerta de la colonia Del Valle. Si en ese instante hubiera podido expresar sus emociones, exhalando, extenuado, habría dicho: “por fin”.
Habían pasado 90 días para llegar a destino. Noventa, desde que un agricultor de 71 años lo entregó en la oficina postal del remoto pueblo argentino de City Bell, tras escribir en el anverso el nombre de una niña de 10 años y su domicilio en México, distante 7 mil 500 kilómetros.
“Te llegó carta”, escuchó mi hija al volver de la escuela. Su rostro se torció, como si le hablaran en japonés: “¿Una carta?”. La tomó: parecía que en sus palmas no descansara un simple sobre, sino un exótico animal disecado. Leyó su propio nombre y buscó pistas. “Héctor Santiago”, indicaba el remitente. “¡Mi abuelo!”, sonrío, sacó el papel y comenzó a leer.
Su abuelo —un maestro jubilado que con feroz resistencia ha aceptado algo (poquísimo) de la tecnología en su vida, entre radichetas, acelgas, tomates de su huerta sobrevolada por zorzales— había puesto pausa a emails, Skype y cualquier mensaje electrónico.
Volvía al método con que la humanidad se comunicó desde los faraones egipcios 2 mil 400 años antes de Cristo, hasta hace dos décadas cuando el email irrumpió. Buscaba, supongo, que su nieta viviera nuevas sensaciones, distintas a las que crea un dispositivo que anuncia un mensaje cualquiera.
Sentada, atenta, acabó la lectura. “Una carta”, repitió extrañada sin entender la razón de algo tan exótico que sí conocía, pero por Harry Potter: el Colegio Hogwarts aceptaba a los noveles magos y brujas vía cartas distribuidas por lechuzas.
La pequeña metió la hoja en el sobre y me contó una historia que voló en esa carta, esta vez transportada por aviones y no lechuzas. “Dice que un día iban de viaje con mi abu y contigo de bebito. Chocaron y el coche quedó llantas arriba. Nadie estaba herido, pero como traían botes de mermelada de ciruela, se rompieron. Los que los rescataron confundieron la mermelada con sangre”.
Dos días después sonó el teléfono de casa. Mi papá quería noticias de la CDMX: “¿La nena no recibió una carta?”, cuestionó. “La acaba de recibir”, contesté. Hizo cuentas: exactamente había demorado tres meses (como en la época de Tutankamón).
“¡Así es imposible que una carta compita con un email!”, lamentó: su carta había perdido la batalla.
Hoy encendí mi grabadora y pedí a mi hija hablar tres minutos.
—¿Cómo fue recibir una carta?
—Sentí muy lindo porque es bastante camino de Argentina hasta acá. Esa carta voló muchísimo.
—Dime más porque me vas a ayudar a escribir mi columna. ¿Qué diferencia ves entre email y carta?
—Compras un sobre, empacas la carta, la llevas hasta el email de la vida real…
—Se llama “correo”—, interrumpí.
—Ah.
—¿Y luego?
—El abuelo pidió a un señor “mándela hasta México”. Una carta es más importante y personal, en serio él quería que llegara. Un mail lo envías cuando quieras y llega en un instante. Una carta es más cariño.
—Tienes razón. Dedicas tiempo a escribir y caminas hasta el correo. Después pegas las estampillas y el que las recibe tiene pequeños objetos de otro país.
—Y el que manda la carta puede incluir un dibujo.
—Y una florecita seca. Y ponte a pensar: cuando lees la carta estás tocando lo que tocó esa persona que quieres.
—Je, suena antiguo lo de las cartas—, dijo.
—Bueno, regresa a jugar con Lumpi (su mascota), pero contesta lo último: ¿qué recuerdas con más emoción de todo lo que te contó el abuelo?
—Al final de toda la carta ya no escribió con teclado. Escribió con su propia letra, con pluma: “Te quiero mucho, el abuelo”.
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