Arroz con escombro y aguacate extra

No huele a nuevo el Polanco de Slim, incrustado como uña mal crecida en la imparable Ciudad de México. Pero es una uña de lujo. Por un lado está el curvilíneo museo Soumaya y su horripilante textura de panel…

No huele a nuevo el Polanco de Slim, incrustado como uña mal crecida en la imparable Ciudad de México. Pero es una uña de lujo. Por un lado está el curvilíneo museo Soumaya y su horripilante textura de panel de abejas, dándole la espalda a una puerta por la que entran y salen tropas y tropas de oficinistas. Entran y salen ante la mirada suplicante de un Laocoonte negro afuera de una tienda de computadoras. Al delirante cuadro urbano lo completan los turistas que se retratan en la zona, siempre como dudando que ese muégano de edificios sea México. Es como cuando sueñas con una habitación que solo existe en el sueño.

Están los dos tianguis de garnachas que se ponen entre semana. Bien. Está el horripilante Miyana, las filas inmensas de gente queriendo ingresar al acuario, una pantalla donde se exhiben fragmentos dispersos del musical de Los Miserables. Y por supuesto, están los edificios en construcción. Montones de albañiles duermen y meriendan en calles con nombre de lago, encuentran un pedazo de calle sin caca de perro. Y la gente que vive en la zona encuentra, para que paseen y defequen sus mascotas, un pedazo de calle sin albañil dormido o comiendo. El polvo de tanta obra negra empaniza los pulmones, computadoras y autos de los que trabajamos en la zona. Definitivamente no huele a nuevo el Polanco de Slim.

¿Oficinistas y albañiles? Naturalmente debe de haber fondas.

Sobre la perennemente encharcada Lago Andrómaco uno se encuentra con la entrada a una vecindad que desentona con tanta cosa nuevecita. Rebanada de pastel de chocolate incrustada en uno de mil hojas, aquel sendero está coronado por una advertencia de que los vecinos van a linchar al ladrón apenas lo atrapen. Difícil creer que un ladrón se metería a robar en ese fragmento desorientado del barrio bravo de Tepito. A lo lejos, vienen saliendo dos alegres Godínez (en mis tiempos se les llamaba Gutierritos, por cierto). No hay piso de cemento. Más bien montículos de tierra y agujeros por los que asoman tubos y fluorescentes señales de construcción. Un camino a medio hacer y parchado por tablas de madera nos lleva a las fondas.

Nos va dando la bienvenida una fila de departamentos con puerta de tela detrás de las cuales se escucha el reconocible sonido de los platos que chocan entre sí al ser lavados. Se vuelve visible una fila de gente esperando turno, allá a lo lejos. El camino se ensancha. Un anciano vende chicles, chicharruedas y mazapanes. “Tacos”, se lee a lo lejos. Pizarrones improvisados comentan que se acerca la temporada de chiles en nogada, que no hay venta de alcohol sin alimentos.

Da miedo meterse a alguno de esos domicilios. Se tiene que compartir mesa, dice una fotocopia enmicada. No huele a alimentos. Es polvo, alimentarse de escombros. El camino se ensancha. Debido a las lluvias de los últimos días, el fango se interesa en el calzado del hambriento. ¿Qué clase de siglo loco vivimos, en el que el hambre se ha regulado en una monstruosidad llamada Hora de la Comida? Alguna seguridad da que la mayoría de la gente que avanza entre los toldos y rotoplaces juguetee con un mondadientes en la boca.

Es cosa de elegir. Unas escaleras mal construidas llevan a una fonda diminuta, cavernaria. La fila más grande puede dar una pista de donde hay mejor sazón. Puertas improbables llevan a un arroz tristón, una pechuga de pollo frugal y sopas o caldos más bien traslucidos. Repito: es cosa de buscarle. Me han sorprendido ciertas milanesas y ensaladas de nopales. Es por días. Te atienden las amas de casa, las tías y comadres. Te cobran los hombres de la casa, los adolescentes. Hay paletas de mamey de postre. Uno come literalmente en las salas de los hogares. Al parecer los viernes hay micheladas. Habrá que ir. Es maravillosa esa vecindad de comidas corridas, se impone la mexicanidad que no aparece en los comerciales ahí, en medio de un tramo nuevísimo de ciudad repleto de food courts y restoranes donde el agua embotellada cuesta ochenta lanas.

Pasando los medidores de luz, el pasillo se hace aún más angosto. De pronto sale uno expulsado de vuelta a Polanco. Las vías del tren, los edificios con logo en el piso de hasta arriba, el sonido chirrioso de las construcciones, los Oxxos y la entrada al oloroso Antara Fashion Hall.

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