Trabajo en el Polanco de Slim, el polanc nouveau, esta zona de la ciudad que me recuerda al juego de computadora Sim City: apenas aparece una edificación se llena de gente diminuta y exaltada interactuando en él como si hubiera estado ahí toda la vida. Todo el día sale y entra un vómito de personas desde la entrada principal de Plaza Carso, es alarmante. Hay tres centros comerciales en un espacio de escasas cuatro cuadras, está el museo feo y el otro al lado, un acuario con aspecto de banco y un teatro semi subterráneo. Todo esto parchado por las vías del necio tren. ¡Y se viene la nueva embajada gringa!
Voy llegando en taxi medio tarde a una junta. Hay muchísima gente acumulada por filas afuera del edificio de Carso. De inmediato me alarmo y busco, en mis redes sociales, indicios e info de un nuevo sismo. No tembló. Noto, entonces, que todas las personas formadas y expectantes son jóvenes, tienen los pelos pintados de morado y visten gruesas y toscas sudaderas pálidas. Son fans de pop surcoreano. Abrieron una cosa llamada House of BTS. Esto me lo certifica una enorme marquesina de cine color rosa empotrada en el césped del lugar. Por lo que entiendo se trata de una tienda itinerante donde se podrán comprar productos oficiales de la banda BTS y que solo durará abierta por espacio de mes y cacho. Imagino que en la inauguración vinieron los miembros de la banda porque las calles eran un auténtico simulacro de sismo. Poco a poco el hype fue disminuyendo y una mañana de ocio laboral y cero personas en la cola, decidí meterme.
Habré permanecido adentro de la tienda unos cinco minutos. Algo me sacaba de ella. No era yo el único casi cuarentón presente, pero sí era el único que no acompañaba a una adolescente exaltada. De entrada, te recibe una pantalla enorme frente a la cual un grupo de jovencitas ensayaban con lujo de práctica las coreografías del grupo. Ellas no concursaban por ser la mejor, solo se dejeban llevar por el ritmo aprendido en los videos musicales. Una camisa de algodón con un bordado minúsculo: mil trescientas lanas. Una sudadera: tres mil. Almohadas con la agrupación mal impresa en la tela: no quise ver el precio. Lo doloroso es que en los alrededores de la tienda no hubiera fayuca con lo mismo pero más barato. Mal ahí.
Luego me metí a la zona de escenarios: cinco dioramas que, imagino, representan canciones específicas estaban perfectamente dispuestos para que, por turnos, los fans se tomaran fotos en ellas y las compartieran en sus redes sociales. Material de selfie, este siglo y sus obsesiones. Una era una jaula pastel de la que colgaban micrófonos, una era una lluvia de tiras de colores, otra era un piso-teclado de piano con señalética neón prometiendo perpetua juventud. Había unas versiones en caricatura superdeformed (así les decíamos en mis tiempos) de cada uno de los integrantes en tamaño real y de cartón donde tomarse aun más fotos. Al final del tramo podías tomarte otra foto con nuestros amigos de la banda en una alegre pijamada. Todo el tiempo me rodearon enormes pendones con las imágenes de los integrantes. Las rolas del grupo retumbaban por diferentes bocinas. Como dije ya: hacer este recorrido me tomó cinco minutos máximo.
La salida era por el poco glamoroso pasillo de servicio del edificio, ahí una mujer encargada de la limpieza me preguntó si yo era fan. Le dije que sí y me obsequió una mascarilla para el rostro de caracol.
Bueno. Bandas juveniles siempre ha habido y siempre habrá. Me evoco en compañía de mis hermanas viendo a Magneto en el Festival Acapulco 97. Incluso la pasión desbordada por un contenido exportado desde tan lejos da cierta esperanza. Es cosa de tiempo para que esa afición se redireccione a otro tipo de contenidos propios de otras fases. Esta crónica no tiene por objetivo criticar a BTS y todos sus santos. Mas bien: qué viejo me sentí adentro de ese templete de significados que ya no me corresponden, himnos que no cantaré. Me gusta ridiculizarme en mis historias de IG pero no me atreví a tomarme foto alguna en los diferentes displays tan a la mano. Al salir de la Casa de BTS me metí incluso aterrado al supermercado que está ahí abajo. No podía creerlo. La iluminación ordenada de las verduras, los estantes con champús y la zona donde venden la sopa de lentejas: todo me daba una paz inusitada. Compré cualquier babosada que no se me antojaba del todo y envejecí de golpe unos cuatro años.
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