Vivimos en la misma ciudad, pero las experiencias que tenemos en ella son abismalmente diferentes. Un empleado promedio se levantará temprano, tomará un autobús, luego luchará por entrar al metro, pasará media hora aplastado en él y quizá iniciará su día laboral exhausto, sudado y fastidiado. Alguien que pertenezca al 10% con mayores ingresos seguramente abordará su automóvil y, si la ruta lo requiere, tomará una autopista urbana de cuota con poco tránsito para llegar a su oficina. Aunque el recorrido le costará 10 veces más al segundo que al primero, es probable que el gasto impacte muy poco su ingreso mensual.
Nueve de cada 10 personas en el país no tienen un seguro de gastos médicos mayores, así que, cuando padezcan alguna enfermedad, tendrán que acudir muy temprano a un hospital público para obtener una ficha que, horas más tarde, les dará acceso a la atención. O irán a consulta en una farmacia, que tal vez tenga una sala de espera atestada. La minoría que sí cuenta con tal seguro hará una cita cuando tenga tiempo. Si los primeros requieren una cirugía programada esperarán meses; los segundos simplemente empatarán su agenda con la del médico que ellos elijan.
El estudiante de preparatoria que quiera acceder a una universidad pública tendrá que realizar un examen de admisión realmente destacable para lograrlo. El que desee estudiar en una universidad privada (no becado) solo deberá saber que sus padres pagarán la colegiatura.
En cuestiones de esparcimiento el asunto es también radical, con la abundancia de experiencias VIP: la exclusión de pocos para mostrar que su posición en la escala social merece comodidad y privilegio. Así, en un parque de diversiones, unos cuantos accederán a una línea exclusiva para no esperar una hora para subirse a un juego mecánico, como los otros, casi todos. En un cine no tendrán que hacer fila para comprar palomitas y refresco, porque llegará un mesero hasta su sillón con una carta de alimentos y bebidas. Otros chilangos, por el contrario, jamás conocerán una pista de hielo, unos go-karts o un boliche. Lo mismo ocurre en los festivales de música: los VIP, los plus, los platino, no tendrán que estar amontonados, no harán fila para comprar cerveza, no caminarán desde el acceso principal hasta los escenarios porque un carrito de golf los llevará hasta la zona que solo un puñado de asistentes son capaces de pagar.
Todo lo anterior nos parece normal, no nos escandaliza. A unos les gusta sentirse capaces de pagar un privilegio, aunque sea una vez al año; a otros les parece natural que no les haya tocado acceder a él. Nos hemos habituado a que la vida diaria para unos y otros sea extremadamente disímil. A que quienes tienen más dinero deben recibir cierta pleitesía y quienes carecen de él deben sufrir y esforzarse hasta conquistar alguna comodidad.
Según el último reporte del Banco Mundial, México está entre los 10 países más desiguales del mundo. ¿No deberíamos plantearnos salir de ese top ten? La vida en la CDMX es para unos semejante a la de una ciudad del norte de África y, para otros, parecida a la de una ciudad europea. Sería utópico y absurdo pedir que cada chilango tuviera más o menos el mismo ingreso o las mismas oportunidades, pero las políticas públicas deben enfocarse cuanto antes en que la distancia entre unos y otros se acorte. El camino para el Estado debe empezar por ofrecer servicios de calidad, parejos, en salud, educación y seguridad pública. La iniciativa privada también debe asumir su responsabilidad con los salarios y prestaciones que ofrece. Porque es evidente que la enorme desigualdad en ingresos es el germen de una serie de males, como la delincuencia, que afecta a todos los segmentos de la sociedad.
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