Los Óscares Rodríguez

Salgo de mi casa con la habitual prisa de lunes y me encuentro un póster en la parada de camión: La boda de mi mejor amigo, versión mexicana con Ana Serradilla y otros actores cuyas virtudes desconozco. ¿En qué…

Salgo de mi casa con la habitual prisa de lunes y me encuentro un póster en la parada de camión: La boda de mi mejor amigo, versión mexicana con Ana Serradilla y otros actores cuyas virtudes desconozco. ¿En qué clase de junta macuarra se decidió hacer un remake de dicho filme noventero? En verdad: ¿no hay una historia mexicana novedosa digna de filmarse? La respuesta la tengo en la mano: hay cientos. Se habla de un boom del cine mexicano. Difiero: a tres cineastas mexicanos les está yendo chingón en la industria de allá arriba.

Cuando estaba chico me daba mucha risa que los premios se llamaran igual que mi primo: Óscar Rodríguez, por lo demás un horrendo americanista. También se llamaba Óscar el Muppet que vivía en un bote de la basura. El caso es que en el México del siglo pasado uno nacía ya sabiendo que existían unos premios hollywoodenses (horrendo gentilicio) que conmemoraban anualmente a lo mejor del cine. Porque hay cine bueno y hay cine malo, o mejor dicho: cine que no merece ser premiado. Recuerdo que la barrera del idioma hacía que en mi familia no les hiciéramos mucho caso a esas transmisiones engorrosas de los premios en el siglo pasado. Pero a mí el glamur me era mega atractivo, inaccesible y de amplios brillos. Era como ver canales porno en antena parabólica.

Cuando uno es muy niño, el arte es Picasso y el cine es Spielberg. Verlo con su barba y gorra entre el público o pasando a recoger la presea en turno era un genuino acto de identificación: “¡él es el que hizo la peli de E.T. go home!”. Te dabas cuenta de que existían toda una constelación de individuos dedicados a hacer cine. Esto era muy atractivo pero lejano.

Vendían réplicas del Óscar en la tienda de artículos deportivos del centro y en ciertas farmacias del barrio. Era así: armadillos disecados, cuchillos de todos los tamaños, trofeo al goleador del torneo, trofeo de karate, réplica del Óscar… Ser mexicano y ganar un Óscar no era compatible, era una cosa inimaginable. No. Esas cosas no nos pasaban a nosotros, se sabía —sí, Anthony Quinn Emile Kuri y Manuel Arango habían ganado estatuillas, pero mi punto es claro.

Ya más huevón uno empieza a notar las distinciones en los pósters de las películas. “Ganadora de n Óscares de la Academia”, “Ganador a Mejor película extranjera”. Y estas señales hacían que optaras por tal título en el Blockbuster que te quedaba cerca. En mi caso el encanto se acabó cuando premiaron Shakespeare enamorado. Vaya película tonta. Es decir: ya de joven noté que es necesario desconfiar del cine que la Academia premia.

Bien. Cuando amores perros estuvo concursando fue lindo. Lo mismo pasó con El Crimen del padre Amaro, porque eran filmes que se sentían mexicanos. En uno cogían arriba de una lavadora mientras sonaba “Lucha de Gigantes” y en la otra una mujer desnuda se colocaba el manto de la virgen de Guadalupe como prenda erótica. Este sentir no pasa con Biutiful ni con el Laberinto del Fauno ni mucho menos con La forma del agua. Da la impresión de que para triunfar allá tienes que adaptarte a la industria, traicionando un poquirrico tus orígenes. La obra de teatro en Birdman es de Carver, no de Usigli.

Cuarón es el mejor de la trinca, a mi parecer, el que más ama al azar que lo hizo nacer en el ombligo de la luna. Solo con tu pareja acaba de manera formidable: un beso en la punta de la Torre Latino, el cenit del Distrito Federal. Y tu mamá también, a pesar de que caducó muy rápido el hecho de que el clímax sea un escandaloso beso entre dos varones, es una película bella y emocionante, recrea una tradición oral que aun posee cierta vigencia. Niños del hombre es un alarido, una coreografía de la desesperación y la supervivencia.

Es una pena que Roma compita con películas tan bellas como Shoplifters o Cold War. Es de mala suerte comparar manos, pero esa es también la esencia de estos concursos. Jugando al adivino creo que ganará todo. Lo merece, es un filme muy bello, necesario y tan tan bueno, que se puede dar el lujo de tener escenas pésimas como la del incendio y el extranjero cantando. No olvidemos que es de pubertos creer que el buen cine es el que se gana un Óscar. En años pasados no premiaron a Tres anuncios por un crimen y Mad Max, sin duda dos de las experiencias cinematográficas más íntegras de los últimos tiempos.

Ojo: es padrísimo que las nuevas generaciones de chavitos crezcan viendo a mexicanos levantar estos premios. Sí se puede, gritamos, aplaudimos y bostezamos desde las butacas. Los Óscar ya no son un objeto de adorno en la vitrina de una peculiar farmacia.

Todo esto es muy bonito pero, retomo, se habla de un boom del cine mexicano. Difiero: a tres cineastas mexicanos les está yendo bien en la industria de allá arriba. Acá abajo estamos bajo el yugo de No manches Frida y cosas peores. Sospecho que la existencia del remake con que inicio este texto es una prueba. Quieren ver si pega. Y si es el caso: prepárense para que nos invadan tropicalizaciones de películas gringas comprobadamente exitosas. Esto es muy peligroso, castra la creación nacional. Lo peor es que si me cayera una chamba bien pagada adaptando Loco por Mary al siglo que corre, lo haría gustoso y persiguiendo el sushi de chuleta.

Me pregunto, dominado por el morbo, ¿qué canción cantarán tumultuosamente en el remake de La boda de mi mejor amigo (2019) en vez de “I Say a Little Prayer”?

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