Vi la nueva película de Almodóvar por segunda ocasión en una misma semana. Es formidable. Un perfecto nudo de imágenes y metáforas visuales acertadas que narran con total dignidad humana la infancia, la pérdida del amor significativo y la muerte de la madre. La primera ocasión me la pasé chillando, esta segunda revisión pude detenerme más en ciertos detalles. Destaco uno: todos los libros que aparecen a cuadro están puestos ahí por una razón. No podría decir que los reconocí todos. Pero es evidente que se trata de libros recientes, novedades editoriales españolas de los últimos años, formatos de diseño que uno reconoce a golpe de vista. Un banquete, pues.
Figura por ahí un Libro del desasosiego. También está El orden del día de Vuillard, en Tusquets; En la orilla de Chirbes, en Anagrama; juraría que el actor en su camerino tiene uno de cuentos de Bolaño en Anagrama y, en el buró, Banderas tiene —en poderoso Edhasa de pasta dura— la biografía novelada de Henry James de Colm Tóibín. Esta tuve que googlearla ya que pensé inicialmente que era Los Miserables. También hay libros de Periférica y Acantilado.
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Hace no mucho filmé un anuncio publicitario que involucraba una biblioteca escolar. Fue muy triste ver cómo todos los tomos eran un muro de cartón con lomos falsos de libros inexistentes. Fue triste porque casi siempre busco, entre los props, qué libro puedo hurtar. También es triste, porque —deja tú en los comerciales— en las películas los libros suelen estar muertos y huecos por dentro. O suelen ser libros usados adquiridos por kilo, tomos huérfanos de enciclopedias, libros clásicos apolillados. Acabar en un comercial de yogur o en No Manches Frida 2 es un destino final muy triste para cualquier libro, el que sea.
Pienso, por ejemplo, en la escena inicial de Historia de Lisboa. Vemos cómo va cayendo la correspondencia de un sujeto que evidentemente no está en casa. Entre las cartas y sobres destaca el periódico que anuncia la muerte de Fellini. Publicaciones vivas.
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Pienso también en esa escena de La noche americana en la que el personaje del director de cine (que es el director de la cinta, Truffaut) está completamente atorado en el tiraje, no sabe qué hacer. Pide un día de calma. Entonces vemos que, en el encierro, desfilan frente a él libros de cine escritos por Hitchcock, Passolini, Tarkovski. Una belleza esto.
También en Truffaut, el ejército de bomberos que queman los libros prohibidos en Fahrenheit 451, no elimina cualquier libro. Los que el líder despiadado toma con odio son: Otelo, La feria de las vanidades, Madame Bovary, Alicia a través del espejo. Duele que incineren estos adorables tomos.
En Chicuarotes, el hermano gay lee Un hilito de sangre.
Son escasos ejemplos que me vienen a la mente.
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Desde hace varios años las mesas de novedades son una especie de antesala de las películas que veremos en cartelera al año siguiente. Esto es peligroso, porque ninguna disciplina artística debe jamás existir en función de otra. ¿Hay que escribir literatura que no pueda ser traducida a cine? No lo sé. Pero sí ver a alguien en el Metro leyendo un libro que adoras, es padrísimo: ver a alguien en una película que lee un libro que amas es literalmente un ritmo mágico.
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