“Roma, agotadas todas las funciones”, advertía el cartel fuera de la Cineteca Nacional con excesiva dureza. Pero Roma, me juraban, era esencial para la supervivencia del alma: verla era como respirar. Por eso dije: “entro”.
Ni soñar con verla antes de tres semanas, me avisó la señorita de la taquilla. “¿Y después?”, pregunté. Hizo clic: del monitor brotó el mapa del cine, un panal generoso repleto de celdillas pero todas grises: vendidas. De pronto exclamó “ahí”. En medio de la sala, náufrago en el océano, un lugarcito libre flotaba. Pagué e inició la espera de 21 días; 21, solo para ver una película.
Una mañana vacacional me acerqué a la Sala 1 con la emoción de quien llega al mostrador del aeropuerto para despachar maletas: minuto cero de un viaje hacia la in certidumbre que quién sabe qué aventuras traerá.
El país apenas se desperezaba pero las butacas eran una congregación vigorosa. Me senté en la mía, rentada por 50 pesos pero cotizada como un trono, y percibí que la gente hablaba bajito pero mucho: se confiaban secretos. Yo no tenía con quién secretear, por eso oí a los de los otros asientos: murmuraban sobre una película que ni siquiera habían visto.
Las luces se apagaron y entonces sí, como el golpe de un gong que advierte “esto ha iniciado”, el cine acordó un silencio litúrgico. Al fin estábamos ante Roma y el aire olía a expectativas grandes.
Vimos agua correr sobre baldosas: el agua con que limpiaba el estacionamiento Cleo, la empleada doméstica. Y después vimos sobre ese patio un avioncito volar: iniciaba así nuestro viaje de dos horas. El problema de estar al fin ante la película de la que había oído tanto, era que tras abrirse el telón me sentía más juez que público: “Veamos si Roma cumple”. Pero la trama avanzaba y no requería probarnos con presuntuosos artilugios: “Mira de qué es capaz esta historia”.
Sin apuro, la cinta de Cuarón me iba retirando la toga, el birrete, la mirada recia de fiscal. Ella solo sugería mirar lo simple en calma, como si dijera: “Quizá ahí encuentres belleza”: una coladera vieja junto a dos balones desinflados y un muñequito de luchador. Un patio desde la perspectiva de una jaula con canarios. Una nana y su pequeño protegido recostados en la azotea para jugar a los muertos. Bajo el monumento de un cangrejo y el ritmo de un son jarocho, cuatro chicos tristes comen helados junto a su mamá justo después de informarles que su padre se ha ido para siempre. Y también en dos horas vi al PRI omnipresente, como gran hermano con cara de Luis Echeverría, apareciendo con sus siglas gigantescas hasta en los cerros. La inmundicia fangosa de Neza con multitudes arrojadas como ratas delante de la pinta monstruosa: “Hank: más de 600 mil mexicanos beneficiados por un solo hombre”. Vi al IMSS desbordado en sus capacidades pero también en sus voluntades. El abandono eterno a la mujer. La dulzura de una mixteca que vuelve hijos y confidentes a quienes no llevan su sangre. Las armas como “solución” política. La capacidad de amar de una madre y cuatro chicos a la nueva integrante de la familia. A Cleo en silencio, sentada oyendo la flauta del afilador que ahonda un dolor inmortal.
Y eso lo vimos con una cámara en paneo, de un lado a otro, viajando despacio para que el que vea Roma sea un espía sigiloso que descubre de a poquito ese mundo que es, de un modo u otro, el de los mexicanos.
Salí de esa sala y lo confirmé: esta vez, ver una película había sido respirar.
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